En una inusual intervención el diputado presidente de la Asamblea Nacional, Jorge Herrera, llamó al orden a sus colegas de las diferentes bancadas, especialmente...
Panamá ha hecho de la complacencia una política exterior. En nombre de la “cooperación internacional”, hemos descabezado la competitividad de nuestro sector financiero, legal y bancario, para terminar donde empezamos: en las listas grises de la Unión Europea.
Pese a reformas, leyes y discursos, seguimos siendo vistos como un país sospechoso. Y lo más grave no es la injusticia de esa percepción, sino nuestra incapacidad para cambiarla. El error de fondo es que hemos tratado los síntomas, no la enfermedad. Las listas son apenas eso: síntomas de un mal más profundo, la falta de respeto internacional hacia Panamá. Y no nos respetan porque nos hemos habituado a pedir disculpas por existir.
Cada vez que Bruselas, Washington o París cuestionan nuestro sistema, corremos a modificar leyes, a prometer transparencia, a demostrar que “somos buenos”. Pero mientras más cedemos, más nos exigen.
En 1977, frente a una superpotencia, Panamá impuso su verdad con dignidad y estrategia. Torrijos y Carter firmaron un tratado que devolvió nuestra soberanía sobre el Canal porque teníamos una narrativa firme, un propósito nacional y una diplomacia inteligente. Hoy, en cambio, hemos reducido nuestra política exterior a relaciones públicas: gestos de sumisión para complacer al evaluador de turno.
Hemos perdido la capacidad de defender nuestros intereses. No existe un proyecto de país que oriente la acción diplomática. Nos dedicamos a corregir “observaciones técnicas”, en lugar de construir una agenda soberana. Y, mientras nuestros bancos y firmas se ahogan bajo regulaciones excesivas, las naciones que nos juzgan violan impunemente las normas que dicen defender. ¿Quién ha sancionado a Estados Unidos por incumplir sus cuotas con la OMS o por manipular las reglas de la OMC? Nadie. Pero Panamá, un país minúsculo, debe justificar cada respiro.
El costo de esta docilidad es enorme: menos inversión, pérdida de competitividad, fuga de talento y reputación internacional deteriorada. Somos un país que trabaja para los estándares ajenos sin obtener respeto propio. Hemos confundido la diplomacia con la genuflexión.
Es hora de cambiar. Panamá debe dejar de mendigar indulgencia y empezar a ejercer soberanía. Tenemos herramientas legítimas: medidas de retorsión, voto estratégico en organismos internacionales, presión comercial sobre quienes usan nuestros puertos y nuestro Canal mientras votan en contra de nosotros. La diplomacia también se ejerce con firmeza.
El mundo respeta a quienes se respetan. La Unión Europea nos exige transparencia, pero comercia con dictaduras. Los poderosos defienden sus intereses sin complejos. Panamá, en cambio, parece avergonzarse de tener los suyos.
Si queremos salir de las listas, debemos salir primero del servilismo. Es tiempo de que Panamá vuelva a ser Panamá: un país pequeño en territorio, pero grande en dignidad. Ya no más noble istmo “pro mundi beneficio” de quien se aproveche, sino una nación que se hace respetar.