
El despliegue militar de Estados Unidos en el Caribe ha causado tensión en la región. El ataque estadounidense a una embarcación venezolana, con un saldo de once muertos, evidencia que Donald Trump está dispuesto a actuar. Cada operación armada abre la puerta a un conflicto de consecuencias imprevisibles, donde los primeros en perder siempre son los pueblos. Es ingenuo pensar que la motivación de Washington nace en la defensa de la democracia: la historia enseña que intereses energéticos, cálculos electorales y la retórica de fuerza pesan más que los derechos de los venezolanos. Pero rechazar la intervención extranjera no equivale a conceder legitimidad al régimen de Nicolás Maduro. Durante años, el chavismo ha sofocado la democracia, manipulado elecciones, perseguido y torturado a disidentes y hundido a millones de ciudadanos en la miseria. Maduro no es un baluarte contra el imperialismo: es un autócrata sostenido por la represión, el narcotráfico y la complicidad de las élites militares. Panamá ha sido claro al no reconocer al régimen de Maduro. Ese compromiso con la democracia y los derechos humanos debe mantenerse sin titubeos. Pero la condena a la narcodictadura no puede confundirse jamás como un aval a la intervención militar. Panamá sabe, por experiencia, que las operaciones armadas extranjeras traen consigo heridas profundas. Por eso, la ruta debe ser la misma que la ha distinguido históricamente: la neutralidad activa, la diplomacia firme y la apuesta por la negociación. Maduro debe entender que perdió unas elecciones y que Venezuela está en ruinas. Panamá tiene la responsabilidad de impulsar, junto con la comunidad internacional, una salida política que garantice el regreso a la democracia. Ni Maduro ni la guerra.