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- 19/10/2025 00:00
El Nobel de Economía se lo dieron a la innovación: una lección para Panamá
Decía Arthur Schopenhauer que “toda verdad pasa por tres etapas: primero es ridiculizada, luego es atacada, y finalmente es aceptada como evidente”. El progreso rara vez llega vestido de gala. Suele entrar por la puerta de atrás, con apariencia de locura o amenaza. Pero es precisamente en ese territorio incómodo, entre la burla y la resistencia, donde germinan las ideas que transforman el mundo. Y para que esas ideas sobrevivan, una sociedad necesita algo más que talento: necesita libertad, curiosidad y tolerancia.
Esa es la enseñanza más profunda que nos dejan los tres ganadores del Premio Nobel de Economía 2025: Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt. Tres pensadores que, desde distintas perspectivas, explican por qué algunas naciones logran cultivar la innovación y otras se quedan repitiendo el pasado. Entender sus ideas es crucial, porque la innovación no es un lujo intelectual: es la fuente misma de la riqueza de un país. Es lo que convierte el ingenio individual en prosperidad colectiva. Sin innovación, no hay productividad, y sin productividad, no hay bienestar sostenible.
Mokyr sostiene que el progreso nace cuando se combinan dos tipos de conocimiento que rara vez coinciden en el mismo lugar: el “saber por qué” y el “saber hacer.” El primero es el de quienes buscan entender cómo funcionan las cosas —los científicos, los investigadores, los pensadores—; el segundo es el de quienes las ponen en práctica —los ingenieros, los artesanos, los programadores, los emprendedores. Cuando estos dos mundos se encuentran, la sociedad se vuelve creativa. El ingeniero que comprende la física detrás de su diseño crea soluciones más eficientes; el agricultor que entiende la biología de su tierra produce más con menos; el médico que usa datos y algoritmos mejora diagnósticos. Así surge la innovación: cuando el conocimiento teórico se traduce en soluciones concretas, y la experiencia práctica retroalimenta la curiosidad científica. Esa es la fórmula ganadora del desarrollo humano.
Pero la clave no es solo el conocimiento, sino la libertad de usarlo y combinarlo. Ninguna idea florece en un ambiente que castiga la diferencia o teme al error. Las sociedades abiertas, donde las personas pueden experimentar, debatir y fallar sin miedo, son las que terminan encontrando caminos nuevos. Esa apertura intelectual —más que la abundancia de recursos— fue el verdadero motor de los grandes avances de la historia.
Philippe Aghion y Peter Howitt tradujeron esa lección cultural en una teoría moderna. Según ellos, toda economía que avanza lo hace mediante un proceso de destrucción creativa: cada innovación reemplaza algo viejo y abre paso a lo nuevo. Es un ciclo constante de muerte y renacimiento. Las sociedades que lo comprenden y lo aceptan prosperan; las que intentan detenerlo se estancan. Aghion y Howitt demostraron que el progreso no depende solo del capital o de los recursos, sino de entornos donde la creatividad pueda desafiar al poder establecido. Innovar es incomodar, y las instituciones deben estar diseñadas para resistir esa incomodidad sin ahogarla.
Ahí es donde Panamá enfrenta su gran desafío. Hemos construido estabilidad, infraestructura y una economía de servicios moderna, pero seguimos dependiendo del ingenio ajeno. Somos usuarios de tecnología, no creadores de ella. Tenemos jóvenes brillantes, curiosos, conectados con el mundo, pero carecen del ecosistema que les permita convertir sus ideas en realidad.
Promover la innovación no es un lujo ni un discurso de moda: es la manera más directa de crear riqueza local que beneficie a todos los panameños. Cada nueva empresa, cada tecnología, cada proyecto que nace en nuestro país genera conocimiento, empleo y oportunidades que permanecen aquí. La verdadera independencia económica no se logra con subsidios ni proteccionismo, sino con capacidad para inventar.
Para lograrlo, Panamá necesita una cultura de polinización de ideas. Como las abejas que fecundan un campo al moverse de flor en flor, las ideas prosperan cuando circulan. Eso exige un país abierto: abierto a la competencia, al talento foráneo, a la experimentación. Hay que simplificar la creación de empresas, fomentar la inversión en investigación, conectar universidades con el sector privado y, sobre todo, cambiar nuestra actitud hacia el error: ver el fracaso como parte del aprendizaje, no como una vergüenza. Las civilizaciones más vibrantes de la historia —de la Atenas clásica a la Florencia renacentista, del Londres industrial al Silicon Valley moderno— florecieron porque se atrevieron a ser permeables. Su fuerza no estaba en la homogeneidad, sino en la mezcla.
Mokyr, Aghion y Howitt nos recuerdan que la innovación no es una técnica, sino un espíritu. Una sociedad que aprende a escuchar a sus inconformes, a dar refugio a sus soñadores y a celebrar sus fracasos está destinada a renacer una y otra vez. Panamá puede ser esa sociedad si decide proteger lo más frágil y valioso que existe: la libertad de imaginar un mundo distinto.