José Jerí Oré, prometió en su primer discurso en el cargo empezar a construir las bases de la reconciliación del país, que atraviesa “una crisis constante...
- 18/10/2025 00:00
Reabrir la mina no es una opción:
es un imperativo de Estado

Soy de los que piensa que la sentencia de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) que anuló la Ley 406 fue catastrófica para el país no solo por sus efectos, sino por su metodología. Se presentó como un control de constitucionalidad y terminó sustituyendo decisiones de oportunidad económica y de política pública que corresponden al Ejecutivo y a la Asamblea. En vez de verificar la compatibilidad entre la ley y la Constitución, la CSJ regañó al gobierno por “negociar mal”, insinuó cláusulas que “debieron pactarse” y reescribió ex post la política minera. Al hacerlo, fragilizó el artículo 4, - que nos obliga a acatar el derecho internacional-, alegando una jerarquía en la que los tratados ambientales y de derechos humanos desplazan, por principio, otros de carácter económico o comercial, o las reglas de la OMC, -igualmente vinculantes-, y desconociendo principios como la confianza legítima y la obligación de reparar al inversor, sólidamente reconocidos en el derecho internacional.
Que un fallo sea de la CSJ no lo hace intocable a la luz internacional. La jurisprudencia arbitral y de tribunales internacionales es clara: actos de cualquier órgano del Estado, - incluyendo el judicial -, pueden comprometer la responsabilidad internacional del país. Hay sentencias internacionales que establecen que decisiones judiciales pueden violar estándares de trato justo y equitativo y activar el deber de compensar. La CSJ, por tanto, no puede escudarse en la soberanía para justificar un resultado que despoja de valor una concesión tras más de una década de inversiones sin reconocer las consecuencias internacionales de esa alteración.
El manejo del gobierno de Laurentino Cortizo agravó el daño: moratoria general a la minería a cielo abierto, ambigüedad regulatoria y cálculo político frente a una crisis que exigía técnica, legalidad y responsabilidad macroeconómica. El impacto no fue abstracto: la operación minera llegó a aportar más de 5% del PIB, 75% de las exportaciones del país, y un billón de dólares en compras a empresas locales, creando encadenamientos productivos extensos y unos cuarenta mil empleos directos e indirectos con salarios por encima del promedio. Su cierre destruyó esa actividad y sigue destruyendo tejido económico: proveedores quebraron o se achicaron, la demanda regional colapsó y el Estado perdió una fuente relevante de divisas y recaudación.
La región más cercana a la mina ilustra el costo de oportunidad. Sin esa gran ancla productiva, no han surgido sustitutos equivalentes ni en tamaño ni en tiempos. El turismo en Coclé y la ribera del Pacífico, con potencial real, no ha logrado absorber la mano de obra, ni movilizar inversión, ni crear encadenamientos al ritmo y con la escala que requiere la zona. La minería, en cambio, generaba empleo para todos los niveles de formación, impulsaba la adopción tecnológica, financiaba capacitación, y dejaba activos fijos que permanecen en el país. Renunciar a ese motor, sin alternativa equivalente, es empobrecer hoy con la promesa incierta de un mañana.
La “demonización” ambientalista a la actividad tampoco resiste escrutinio. Minería moderna no es sinónimo de devastación; es sinónimo de estándares, monitoreo, control de relaves y restauración ambiental verificables. La transición energética global - autos eléctricos, redes, paneles, turbinas -, es intensiva en cobre. Producir bajo reglas estrictas en Panamá reduce la huella mundial comparado con trasladar esa producción a jurisdicciones con controles laxos. Defender el ambiente no es prohibir por dogma, sino exigir cumplimiento medible. Y en el caso de Minera Panamá, S.A., las auditorías y prácticas implementadas han sido compatibles con mejores estándares internacionales, con impactos socioeconómicos positivos que no se reemplazan con retórica.
Tampoco estamos ante un “aventurero” extractivo. First Quantum Minerals (FQM) es un operador global con minas en Zambia, Australia Finlandia, España y, hasta el 2023, Panamá, entre otras, con inversiones de capital por miles de millones, amplia experiencia en construcción y tecnología equiparable a los mejores estándares del sector. Su presencia, y la de financiadores como Franco-Nevada, validó que Panamá ofrecía reglas estables. La ruptura unilateral del marco, - y la negativa a reconocer el daño -, erosiona nuestra reputación como hub confiable. La suspensión de arbitrajes por parte de FQM fue un gesto de buena fe; mantener ese compás exige un proceso de negociación realista y técnico que devuelva previsibilidad, no discursos.
El país necesita reconstruir la seguridad jurídica con un instrumento legal sólido, alineado al bloque de constitucionalidad sin jerarquías inventadas; estabilizar lo regulatorio y el mecanismo de solución de controversias; elevar estándares ambientales auditables y públicos; y pactar una fiscalidad predecible y competitiva que capture rentas extraordinarias sin matar el proyecto. Y sí, “considerar” que este desafortunado capítulo generó un daño al país, y también a FQM, ante el que corresponde acordar un esquema económico razonable que permita al país volver a reactivar la actividad minera para beneficiarse de la inversión de un gran conglomerado internacional como es FQM.
La inversión privada es un bien público cuando se ancla en reglas claras y a largo plazo. El empleo digno y bien pagado sigue siendo la mejor política social. Demonizar al capital productivo mientras toleramos el “juega vivo” cotidiano es la peor incoherencia. Reabrir Cobre Panamá con reglas firmes, modernas y respetuosas del derecho internacional no es claudicar; es reafirmar una soberanía responsable, sanar un error costoso y recuperar un motor de crecimiento que el país necesita hoy, no dentro de diez años.