• 03/03/2011 01:00

Mascaradas del carnaval

La expulsión ilegal sufrida por el periodista español y defensor de los derechos humanos Paco Gómez Nadal es un claro mensaje de que el ...

La expulsión ilegal sufrida por el periodista español y defensor de los derechos humanos Paco Gómez Nadal es un claro mensaje de que el país cayó en manos de un régimen que no conoce límites y que está empecinado en silenciar toda voz que se oponga a sus delirios autoritarios. Gómez Nadal fue forzado a abandonar el país en una acción política enmascarada en un caso migratorio violatoria de las garantías individuales y consumada tras 48 horas de presiones e intimidaciones.

El hecho se produjo en el contexto de la manipulación del carnaval como el vasito de agua para que la sociedad se trague la pastilla de las arbitrariedades del gobierno de Ricardo Martinelli. Al fin de cuentas el carnaval —una fiesta tan antigua como el pecado— esconde tras sus disfraces excesos similares a los que el autócrata ejecuta en forma cotidiana. Con la mascarada de desenfreno, permisividad y alcohol se distrae a la población y se allana el camino para la catarata de iniquidades que Martinelli le está imponiendo al país.

Es que la tragedia de Panamá no está solo en la adoración por estos días de Baco y de Momo. Martinelli está endiosándose desde el poder y concentrándolo en forma absoluta para superar sus contradicciones existenciales. Es la enfermedad de otros autócratas antiguos y modernos que siendo solo hombres y, por lo tanto, mortales han pretendido ser dioses en flagrante rebelión contra la naturaleza humana.

Nada hace recapacitar a Martinelli. Ni siquiera el tener frente a sus ojos la seguidilla de conmociones políticas y sociales que han dado recientemente al traste con regímenes absolutistas. De nada ha servido, en el plano local, apelar a que el autócrata modifique su estilo de gobernar, que escuche las voces ciudadanas, que demuestre algún grado de ética pública. Eso no es genéticamente compatible con Martinelli. Al contrario, en su empecinamiento por ahondar en el surco trazado, hizo todo lo posible por tender sobre el país el manto anticipado del carnaval y así continuar con su campaña de que los panameños olvidan y perdonan con rapidez, según alardeó la semana pasada en la Conferencia del Consejo de las Américas. Quienes no perdonan ni olvidan con rapidez son los indígenas ngäbe buglés ni otros grupos ciudadanos que se rebelaron contra la Ley Chorizo y contra la reforma al Código Minero.

El tema minero ha quedado en una mascarada autoritaria de Martinelli. El verdadero objetivo de la reforma minera es abrir las puertas para que Corea, Singapur y Canadá, a través de sociedades anónimas, exploten los minerales del subsuelo panameño, lo cual estaba expresamente prohibido. Los términos del multimillonario negocio quedaron al desnudo en la conversación con el presidente coreano Lee Myung—bak, quien felicitó a Martinelli por la forma precipitada con que se aprobó la reforma.

El igual que Muammar Gadafi, un enajenado de la realidad que ha insistido en culpar de la crisis Libia a delincuentes drogados y manipulados desde el exterior, así también Martinelli se ha referido a los indígenas como borrachos influidos por extranjeros. La brutal represión contra los indígenas y campesinos no difiere en mucho con los métodos aplicados por déspotas de otras latitudes.

El país corre el riesgo de ser gobernado por un régimen policial, cuyo objetivo es destruir las estructuras del Estado e impedir que los ciudadanos se organicen y se expresen por las vías legítimas y como consecuencia consolidar el poder absoluto sobre toda la Nación. El reparto clientelar de las sobras de la rapiña con que se adueña de la riqueza del país hace la otra parte.

Martinelli ha entrado en un túnel al final del cual verá erosionada su legitimidad. Su falta de decencia y moralidad tiene como contracara el dolor y el sufrimiento al que somete a los sectores más explotados de la ciudadanía. El desasosiego, la incertidumbre y el terror que está sembrando en el país está generando inestabilidad política y social. La práctica ha confirmado que los llamados al diálogo no son más que farsas para ganar tiempo político, desmovilizar las manifestaciones por demandas ciudadanas y burlarse del colectivo social. La buena fe demostrada por los dirigentes ngäbe buglé, que suspendieron las medidas de presión creyendo en el diálogo propuesto, terminará en una nueva mascarada de Martinelli.

De lo que está ocurriendo en otras latitudes hay que sacar una lección vital. Por más absoluto que sea un régimen autoritario es el poder ciudadano quien tiene en sus manos la capacidad para modificar la historia de las naciones.

*PERIODISTA Y DOCENTE UNIVERSITARIO.

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