• 08/05/2011 02:00

Saludo pascual

La catedral de Chitré siempre vestida con pintura de cal fue punto de partida. La imponente estructura fulguró maquillada de luces que l...

La catedral de Chitré siempre vestida con pintura de cal fue punto de partida. La imponente estructura fulguró maquillada de luces que lamieron las tapias de abajo hacia arriba, mientras resaltaron su inmaculado color, en contraste con el enorme reloj de marcada pereza ancestral, pero que empujó un minuto tras otro hasta que se dio el momento de la partida. Del otro lado, las enormes campanas dormidas que, desde ayer, aquel inmortal sacristán logró hacerlas reír ante las aquiescencias o llorar desconsoladas las desencarnadas despedidas con marcada tristeza.

Rasando las ocho de la noche el templo degustó la presencia radiante de miles de feligreses ante nuestro Jueves Santo, con el beneplácito para la partida, con entono humeante del péndulo repleto con incienso para espantar el calor, con el avizoro de tres obedientes acólitos henchidos de postura celestial, ataviados como la iglesia y acoplados a los paseados emblemas con los que caracterizamos los rituales en la ida y vuelta de la esperada procesión del silencio, sin excluir la cuerda prisionera, el resonar de zapatos más los latidos silentes; mudos caminantes curtidos a lo largo del tiempo y el espacio, aprestados a remedar aquel pasaje del cautiverio de quien lo entregó todo.

Así revivimos la historia cristianizada en elipsis, para meditar en la profundidad del momento, en este vivaz mundo de tentación y arrepentimiento. Transitamos con los convidados, en conjuro a los pecados y horadados por la experiencia que trajina y aconseja al penitente. Es mejor avanzar con los ojos en la nada o con la mirada en la calle para no saludar, y así no responder a la sonrisa del que no transita; de aquellos que prefieren dejar pasar la procesión o los otros que no pueden caminar, pero lo mejor es saborear en lo profundo del buen recuerdo sin nostalgia.

Tenemos que aceptar el misterio de la vida y la muerte; de la enfermedad y el sufrimiento: de la juventud y la vejez, o acaso, esas otras cosas que son parte del quehacer diario. La naturaleza nos suma y nos resta, pero en el camino, nos regala todo, a pesar del desperdicio. Nos pone a prueba, pero siempre fallamos. Todos sabemos que en la humildad está la fortaleza, pero nos armamos de soberbia para desafiar al engaño. Vamos en la caminata con estos pensamientos, siempre distraídos en los recuentos de los que acompañan. Algunos rezan con gestos en ese mutismo prometido, con la ausencia de la sonora palabra. A veces la marea caminante acelera o se detiene hasta que poco a poco, se vuelve a marcar la armonía en la bitácora de la calurosa noche. Avanzamos incólume la Avenida. Los sacerdotes van adelante en liturgia, irrigados a diestra y siniestra por bocanadas de aromática humareda, pero con tanta gente, la fragancia se esfuma en la distancia, mientras acuden en los recuerdos los que ya no están. Si pudiéramos despedir la vida; o ver el fruto del esfuerzo antes del inesperado llamado, pero lo incierto amanece con la noticia del siniestro desesperanzador de los pésames por esas inmerecidas muertes, con el recorte de la espléndida vida convertida en nada.

Ya entramos en calle abajo con ese sabor a pueblo y trabajo de mar matizado con el duro bregar diario, que entretiene al hambre que al acicalar tanto a la miseria que de repente deja de sentirse, pero tenemos que pensar en el pecado, en los excesos que superan el recato y mientras se culmina la Cuaresma, pisamos la misma calle por la que pasaron carrozas de las reinas en adoración a al mitológico Baco, que fomenta la ingesta de alcohol, pero nuestro redentor es grande y nos perdona. Llegamos al lugar destinado para recoger el anda. Se acentúa el silencio que corta el ambiente ayuno del tradicional discurso sacerdotal que antes nos rociaron con vehemencia.

Se abre calle de honor para que adelanten los centinelas de la devoción, junto con la representación que reproduce lo ocurrido hace más de dos mil años hasta llegar a la crucifixión. Cada uno se acomoda en el lugar que prefiere y así volvemos al punto de partida. Compartimos una creencia y nos alineamos en una religión en la que nos permiten arrepentirnos de todo aquello que nos aleja de lo expresado en el decálogo divino, algo muy lejos de considerar como el tradicional acarreo de diarios pecados que recogemos con malos comportamientos y luego los llevamos a la iglesia, es la oportunidad de convivir en un mundo de coexistencia pacífica donde prive la solidaridad humana; un lugar en el que exista el amor hacia el prójimo; el espacio en el que dejemos el negocio de la resurrección a través de indulgencias paganas para alcanzar ese verdadero cristianismo o su divina semejanza en nombre de Dios.

*ABOGADO Y PROFESOR.

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