José Jerí Oré, prometió en su primer discurso en el cargo empezar a construir las bases de la reconciliación del país, que atraviesa “una crisis constante...
Nuestro país es una tierra hermosa y fértil, donde la mayoría de los hogares está compuesta por personas decentes y muy trabajadoras. Sin embargo, a pesar del esfuerzo diario de miles de panameños y panameñas, la realidad económica del país sigue siendo profunda e insultantemente desigual.
Según datos de la Encuesta Nacional de Salud (ENSPA), alrededor del 84 % de los hogares panameños vive con menos de $1,000 al mes, y apenas un 10.9 % supera esa cifra. En contraste, el salario promedio individual se mantiene cerca de los $1,288 mensuales, lo que revela una brecha significativa entre las cifras macroeconómicas y la vida real de la mayoría de las familias.
A esta desigualdad se suma el hecho de que, según el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), alrededor del 21 % de la población continúa viviendo bajo la línea oficial de pobreza, mientras que el coeficiente de Gini se mantiene en 0.49, uno de los más altos de América Latina.
En paralelo, se estima que entre el 2 % y el 4 % del Producto Interno Bruto (PIB) del país se pierde cada año a causa de la corrupción, lo que equivale a más de $1,200 millones que nunca llegan a transformarse en educación, salud o infraestructura.
¿Y cómo se justifica que, en un país cuyo PIB crece en torno al 4.4 % en 2025, más de tres cuartas partes de la población aún no pueda cubrir sus necesidades básicas? ¿No será que la inequidad que corroe al país es hija de una economía moldeada por políticos-empresarios que, desde sus torres de marfil, desprecian a quienes solo exigen un salario justo, un reflejo mínimo de la realidad que ellos se niegan a mirar?
Según el ranking de Statista (2024) y los datos de Numbeo (2025), Panamá se encuentra entre los países más caros de América Latina, solo por debajo de Uruguay y Costa Rica. El costo de vida mensual para una persona ronda los $1,100, mientras que el ingreso promedio familiar apenas alcanza para cubrir lo esencial.
El resultado es un país donde el esfuerzo de muchos sostiene el bienestar de unos pocos. Un país hermoso, sí, pero donde el 84 % aún espera que la prosperidad deje de ser una promesa y se convierta, por fin, en una realidad compartida.
Una nación dirigida por personas que desconocen las necesidades, luchas y sacrificios de aquellos mismos hombres y mujeres que, con sus brazos, su sangre y su vida, construyen el éxito que tanto pregonan en las revistas sociales.
No se busca revolucionar el país ni destruir los avances que nos diferencian de otras naciones que sufren a diario la pobreza y la destrucción de sus instituciones, obligando a miles a abandonar la tierra que los vio nacer para buscarse la vida en otros lugares.
Se busca concienciar que existe una relación simbiótica entre la empresa y sus empleados: que el éxito de una empresa se debe justamente al trabajo de sus colaboradores, y que ese éxito debe reflejarse no solo en el trato, sino también en la remuneración.
No se puede exprimir a alguien sin retribuirle económicamente por su labor.
No se puede exigir un segundo y hasta un tercer idioma cuando se ofrece, en muchos casos, una paga mediocre.
Se exige mucho, pero se da tan poco. Se exige profesionalismo sin ser profesional.
Se habla de “salarios competitivos”, pero se pagan salarios de miseria.
Se nos ofrece un país para el disfrute del 16 %, cuando somos el 84 %.
¿Cómo sonreír ante este mal chiste? No podemos. Pero podemos empezar exigiendo un país donde el 84 % deje de sobrevivir y comience a vivir con dignidad.