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El arte le dice adiós al artista de las figuras voluminosas, “no gordas”
- 17/09/2023 00:00
- 17/09/2023 00:00
El mundo de las artes se despide de uno de sus referentes más grandes: Fernando Botero. El colombiano falleció el pasado 15 de septiembre en su hogar en Mónaco luego de experimentar unas complicaciones de salud relacionadas a una neumonía según informó el diario El Tiempo.
Aun así, Colombia, y el mundo entero recordará a este gigante de la pintura y la escultura por siempre, como un joven pintor de provincia quien deslumbró con su pasión a las más importantes galerías y museos del mundo. Un artista que nunca dejó de estudiar y que viajó por el mundo, absorbiendo lo mejor que cada rincón del planeta podía ofrecerle en cuanto al arte.
Sus obras forman parte de la identidad colombiana, que reconoce sus pinturas y esculturas con orgullo, y le agradece por dar a conocer el arte del país.
Fernando Botero nació el 19 de abril de 1932 en Medellín Antioquia en el seno de una familia humilde constituida por su padre David Botero, su madre Flora Angulo y su hermano mayor Juan David.
Desde joven Botero ya sabía que su pasión iba dirigida a los lienzos y realizó su primera obra, una acuarela de un torero en el tiempo en que su tío lo había hecho asistir a la escuela de tauromaquia sin imaginarse la verdadera vocación de su sobrino.
Culminó sus estudios en 1950 en el Liceo de la Universidad de Antioquia y se dedicó a viajar por el mundo aprendiendo sobre las esculturas de Pietra Santa en Italia y las pinturas en París, Nueva York y Montecarlo. Se dedicó al dibujo algunos días del año en Zihuatanejo, México y Rionegro, en Colombia.
Al terminar sus estudios secundarios, se trasladó a Bogotá en 1951 para aprender de los intelectuales colombianos más importantes de la época. Ese mismo año, Botero realizó sus dos primeras exposiciones individuales y después se asentó en la ciudad de Tolú pagando su estadía con un mural.
Al regresar a Bogotá obtuvo el segundo lugar en el IX Salón Nacional de Artistas con su obra de óleo “Frente al mar” con el que recibió un reconocimiento que ayudó a impulsar su carrera. Tenía claro que debía ampliar su conocimiento artístico al igual que adoptar más técnicas y materias.
El reconocimiento recibido por su obra al igual que la venta de algunas pinturas le dieron la oportunidad a Botero de llegar a Europa, estando primero en Barcelona y luego en Madrid donde se inscribió en la Real Academia de Arte de San Fernando. Para garantizar su sostenimiento, hacía pinturas a las afueras del Museo del Prado.
En 1953, pasó un tiempo en París y luego se mudó a Florencia con el cineasta Ricardo Iragarri, donde se inscribió en la Academia de San Marcos y recibió una rigurosa cátedra del arte del renacimiento italiano estudiando a artistas como Piero della Francesca, Paolo Uccello y Tiziano.
Las obras de estos artistas marcaron la experimentación de Botero con el volumen en la pintura, principalmente por la noción de “valores táctiles” y tridimensionalidad.
En 1955, Botero decidió hacer una exposición en Bogotá de sus obras realizadas en Europa pero obtuvo muchas críticas y una fría recepción debido a la influencia del país por la vanguardia francesa.
Al casarse con Gloria Zea, partió a la Ciudad de México donde nuevas influencias tomaron posición en sus obras, en especial el lenguaje moderno del pintor colombiano Alejandro Obregón y el desbordante color del mexicano Rufino Tamayo. Comenzó también a centrarse en la representación del volumen a partir de bodegones lo cual presentó un lenguaje propio del artista que primero se hacía visible en objetos de sus naturalezas muertas y que después comenzó a crear en personajes humanos quienes interactuaban con sus objetos.
Un año después, el éxito comenzó a tocar la puerta del artista quien expuso por primera vez en Nueva York y se dio a conocer por intensificar sus batallas personales, sus pensamiento del arte contra el tiempo y la belleza contra la muerte.
Botero se divorció de su esposa y en 1962, luego de mucha experimentación en Nueva York, retomó las preocupaciones temáticas de sus personajes figurativos, usando colores planos en su pintura. En 1963 se trasladó al East Side donde alquiló un nuevo estudió y nació su estilo plástico con colores tenues y delicados.
Un año antes comenzó un periodo de presentaciones y exposiciones entre Europa, Estados Unidos y Colombia y así se movía constantemente entre estos países buscando inspiración. Ocho años después su fama comenzó a aumentar al mismo tiempo en que nació su hijo Pedro, a quien llamaba Pedrito.
Cuatro años después, ambos estuvieron involucrados en un accidente de tráfico que le costó la vida al menor, lo que dejaría trazos en las obras de Botero. Un año después se mudó a París donde introdujo la escultura a su portafolio. En 1976, donó 16 de sus obras al Museo de Antioquia que le consagró una sala permanente para sus obras. Esta fue la primera de muchas donaciones al museo.
Las obras de Botero son expuestas y conocidas en ciudades como Dubái, Londres, Roma, San Francisco, Chicago, Basilea, Buenos Aires, Tokio, San Juan de Puerto Rico, Santo Domingo, Berlín, Múnich, Fráncfort, Milán, Nápoles, París, Montecarlo, Barcelona -Aeropuerto del Prat-, Moscú, Ciudad de México, Monterrey o Caracas.
Durante su carrera llegó a hacer más de 3.000 pinturas y 300 esculturas. La idea de abandonar los pinceles “me aterra más que la muerte” decía.
Entre sus obras más destacadas se encuentran:
Esta obra fue presentada en 1958 y vista como una ofensa contra la tradición artística hasta 1966 que Marta Traba, una crítica del arte, escribió para El Tiempo su apreciación positiva, logrando el primera lugar de la obra en el XI Salón Nacional de Artistas Colombianos. Se convirtió en un punto de la consolidación del lenguaje pictórico del artista que le permitió un camino a la nueva figuración experimentada por otros artistas jóvenes en los próximos años. Fue un homenaje a la obra de Andrea Mantegna II por la cual se apreció el sentido de pulcritud, las figuras definidas y la relación entre el color y la luz. A diferencia, la obra de Botero se pierde el espacio, no existe un juego de luces y sombras y los perosnajes son voluminosos.
Obispos muertos
En la obra Botero plasmó la manera en la que veía la vida y la muerte. Junta una serie de cuerpos de obispos vestidos con su característico traje y atributos de poder, unos sobre otros, como una montaña, característica recurrente en la pintura colombiana.
Esta escultura marcó la historia del artista, pues con 2.48 metros de altura, 1.76m de ancho y 1.07m de profundidad, sumado a 1.250 kilos, el maestro le obsequió a Medellín un referente geográfico imperdible.
Otra adaptación del artista a una obra famosa. “Fue pintada en 1978 dejando algunos detalles de la obra original como la posición de las manos, la mirada y la sonrisa pero incorporando elementos de fondo como el volcán y las montañas”, registró la Red Cultural del Banco de la República de Colombia.
Retratando la realidad de su país, Botero pintó la muerte del narcotraficante lo que representaba un momento crucial para la historia colombiana.
El arte del pintor y escultor colombiano también ha pisado tierras panameñas. En 2013, 'La Decana' redactó entre sus páginas que Botero, junto con otros artistas, presentó en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) una exposición titulada 'Arte colombiano, cuatro décadas de la colección Suramericana' en la cual se planteó “un recorrido por un largo período de la historia del país colombiano”.
Además, el diario también citó que al abrir las puertas del Hotel Trump en 2011, este contenía “dos enormes estatuas del escultor colombiano”.
Fueron alrededor de ocho décadas que Fernando Botero dedicó al arte, día y noche. Su arte queda como prueba del gran trabajo y aporte que el colombiano deja para el mundo.
Conocido por sus figuras voluptuosas, el artista debía aclarar constantemente su intención a sus obras.
“La idea general de la belleza considera que las mujeres deben ser delgadas, pero entonces llega un artista que produce una dilatación de la forma y dicen que 'pinta mujeres gordas'”, explicó en una entrevista con la revista Vanity Fair. “Mi estilo proviene de la convicción de que la voluptuosidad de la forma es motivo de gozo. Y el arte debe dar placer”, añadió.
Aseguraba que lo que retrataba “lo hago con volumen. No es que yo tenga una obsesión con las mujeres gordas”.
“Tomé un camino aparte, casi opuesto a la mayoría de los otros artistas. No soy cubista, impresionista, surrealista, expresionista. Soy lo que soy”.
Su estilo del arte se volvió tan famoso y aclamado que se denomino “boterismo” marcó un hito en el arte contemporáneo a nivel mundial.