Las rabonas, amor e intendencia

Actualizado
  • 30/03/2021 00:00
Creado
  • 30/03/2021 00:00
En la segunda mitad de 1810 la insurrección de los patriotas había alcanzado proporciones gigantescas en Hispanoamérica

La ronda de serenos acudió presurosa a los gritos de Melchora Ravelo que había sorprendido en apasionado romance al soldado Rafael Rivera con Libertad Rodríguez alias “La Bomba”, vecina del mismo solar limeño y actriz de cascos sueltos en un garito cercano al cuartel. De esta situación se desata un gran escándalo callejero en este triángulo amoroso. Rivera se opone al arresto espada en mano, pero depone su actitud conminado por la voz del capitán de su compañía, la “Real de Lima”. Rivera, al ser parte de la guardia del palacio del virrey Abascal, fue llevado a proceso en el fuero militar y condenado a ocho días en el cepo. Melchora logra que se declare “ilícita la amistad [de Rivera] con Libertad” y se prohíban los encuentros de este con aquella “para prevenir daños a la sociedad” (Auditoría de Guerra, Legajo 04 Cuad. 71, 1805, Archivo General de la Nación del Perú). Melchora logra también que se reconozca su condición sentimental y auxiliar de Rivera, es decir, de rabona de infantería.

En la segunda mitad de 1810 la insurrección de los patriotas había alcanzado proporciones gigantescas en Hispanoamérica. Mientras duró la guerra contra la invasión napoleónica, las posibilidades de la Metrópoli para actuar decisivamente en el Nuevo Continente fueron escasas. En ese sentido la primera y principal medida –el refuerzo a los contingentes que defendían la causa española en el continente americano mediante el envío de tropas y medios bélicos terrestres y navales– no pudo cumplirse de la forma esperada. De acuerdo con el historiador militar Semprún (2007) la estrategia antiindependentista, en las primeras etapas de la lucha, se orientó a “[reforzar], a efectos todavía defensivos, los puntos de apoyo que pueden servir para ulteriores operaciones –Santa Marta, Montevideo–. Se envían contingentes de alguna importancia al virreinato de mayor interés político y económico, Nueva España, y un pequeño pero eficaz refuerzo a los realistas venezolanos. Mientras, se abandonan de momento los territorios caídos [en poder de los patriotas] –Nueva Granada, Buenos Aires, Chile–. En cuanto al Perú, parece mostrarse autosuficiente para defenderse y aun para llevar a cabo operaciones para la reconquista de los territorios limítrofes”.

Semprún señala también que el concurso de los milicianos será decisivo para el bando realista en México y el Perú. En este último, donde se neutraliza el movimiento revolucionario por la acción del virrey Abascal, las unidades de milicia disponibles participan desde los primeros tiempos en las operaciones contra los patriotas en los territorios limítrofes del virreinato peruano. Ello proporciona a los mandos realistas el tiempo que necesitan para organizar –en gran parte precisamente sobre la base de unidades de la milicia provincial– un ejército de línea más adecuado para el sostenimiento de las campañas que se pelearán contra los libertadores San Martín y Bolívar.

Pero, ¿cómo alimentar y sostener a los ejércitos en lidia? No existían en la época tropas de Intendencia –creadas en la península por primera vez en 1837–, sino solamente cierto número de oficiales encargados de la administración, economía y el aprovisionamiento. Es precisamente en los años de la contienda independentista en el Perú y el Alto Perú –entre 1814 y 1825– cuando se revela la importancia de las rabonas, mujeres que acompañaban a las fuerzas combatientes, desempeñando funciones auxiliares, instalando la carpa donde se pasará la noche, proveyendo alimentos y agua, cuidando enfermos, curando heridos y, si era necesario, peleando. Las enfermedades infecciosas en los ejércitos eran un verdadero azote que causaba más bajas que la acción bélica misma, aquí las rabonas actuaban también, con sus incipientes conocimientos profilácticos, como boticarias naturistas. Citemos por ejemplo el malestar “del soroche” que las tropas sufrían al operar en zonas de alta montaña de la cordillera de los Andes, las rabonas lo combatían preparando el “gloriado”, un brebaje compuesto por agua, aguardiente y azúcar.

El historiador Basadre (1968) destaca su devota entrega al soldado y a título de homenaje consigna el nombre de una famosa rabona, María Olinda Reyes, llamada “Marta” por la tropa, que alcanzó el grado de capitana y una pensión por sus heridas de guerra quien fue, además, inmortalizada en una tonada de 1895: “[...] muchachos vamos a Lima que viene la montonera, con Felipe Santiago Oré y Marta la cantinera”.

La abundancia de excedentes de granos peruanos –y de forraje para las bestias– en los años previos al proceso de independencia sugiere que la variable del hambre fue un vector importante, pero no determinante para la definición estratégica de las campañas militares en la costa y en los Andes peruanos y que las batallas decisivas de Junín y Ayacucho de 1824 se llevaron a cabo con tropas que, parafraseando a Napoleón, “marchaban sobre sus estómagos”. Ello no evitará las requisas de alimentos e incautaciones de animales y armas –según anotan los protagonistas de esa epopeya– que se combinan con el arrojo y gallardía de los combatientes de ambos bandos, actitudes exclusivamente asociadas al paradigma de valentía propio de los inicios del siglo XIX. Un paradigma que se sustentaba en elementos tangibles como “fusil, munición, mochila, raciones para cuatro días y herramienta de peonería” (Páez, 2005; Cordero, 2008) donde la fantasmagórica amenaza del hambre era solo eso, un espectro, gracias, quizás, a la decidida y diligente acción de las rabonas.

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