Regreso a mi patria

Actualizado
  • 12/10/2019 09:45
Creado
  • 12/10/2019 09:45
Qué extraño, pero si me fui de ella, no hace poco, sin querer queriendo. Con amigos y familia habíamos planificado durante varios meses nuestro traslado a un mundo diferente y hacia un lugar en donde quizás podríamos vivir y organizar futuros, sin presiones, ni angustias.

Qué extraño, pero si me fui de ella, no hace poco, sin querer queriendo. Con amigos y familia habíamos planificado durante varios meses nuestro traslado a un mundo diferente y hacia un lugar en donde quizás podríamos vivir y organizar futuros, sin presiones, ni angustias. Pero, heme aquí en este avión de vuelta al origen y no sé por qué me siento contento. Me fui caminando, con vecinos y amigos por carreteras, senderos, subimos y bajamos lomas bajo el sol y la lluvia. 

Pero, aquí estamos, ida y vuelta. De regreso. Contento al irme, contento al regresar. Qué extraña y contradictoria sensación. Cosas de la vida. Aquí en este avión pienso que la patria debería ser así, como este vuelo en donde escuchas el monótono, pero tranquilizador sonido de los motores. Todo en calma. En placidez. Sin alteraciones. Entre el cielo y la tierra. En una dimensión superior, casi celestial. 

Espacio infinito, paisajes que se divisan a lo lejos. Poblados y ciudades que sobrevolamos y desde acá todo se ve tranquilo, hermoso, idílico, quisiera bajarme y quedarme en uno de ellos, probar. Quien quita y a lo mejor es lo que estábamos buscando. Así como aquel pueblo que nos describían nuestros abuelos, con mugido de vacas, sol tempranero, vecinos que te decían, buenos días, mientras los árboles usaban sus ramas para trasmitir a través de la brisa y la sombra, cariño y protección. Me decía, hacia allá vamos.

El avión seguía su ruta trazada y me pregunté para mis adentros y ahora, quién me espera. Los vecinos ya no están allí. Mi familia dispersa. Se dirigían hacia otros lugares. Destinos diferentes. Rostros, que me despidieron, llenos de lágrimas, esperando, el momento de recorrer, también, su propio camino. 

No cumpliríamos la promesa de que los buscaríamos o que los estaríamos esperando. Los que quedaron se sorprenderían al vernos regresar, quedarían estupefactos, consternados, pero eso no importa, la hermandad nos volvería a juntar y el beso y el abrazo de hermano siempre estaría allí. Recuerdo que todos los días bajábamos de nuestras viviendas a realizar nuestros negocios para ganarnos la vida. De vuelta, algo traíamos para poner la mesa, pagar la luz, los uniformes de los muchachos, y de vez en cuando reunir los amigos y organizar una fiestecita. 

Pero los tiempos fueron cambiando. A veces teníamos para vender, pero pocos podían comprar. Yo no sabía nada de política, para qué saber. Me daba igual. Los presidentes iban y venían, aparecían cuando llegaban las elecciones. Después nos olvidaban. Pero mis hijos tenían que comer, debían estudiar y sentía que en mi país los caminos estaban cerrados y que la espera se prolongaba. Y yo, ¿qué podía hacer? Seguía y escuchaba con atención las discusiones políticas, trataba de entender, pero salía más confundido de ellas.

Sucede que un día, después de mucho pensarlo, discutirlo, analizarlo, decidimos dejar el cerro querido, la empinada cuesta, los vecinos bulliciosos, pero amables, el viejo perro que nos miraba con nostalgia, el balconcito desde el cual veía a mi hermosa y extendida ciudad, a aventurarnos en otro lugar. Decididos nos levantamos muy temprano y organizamos nuestro equipaje. Le regalamos nuestro perro Bobby al vecinito que se quedaba y que sabíamos lo iba a cuidar bien. Salimos dispuestos a llegar y cruzar la frontera. Nos imaginamos un lugar donde empezaríamos a vivir con otro trabajo, otros amigos, otra vida, otra comida, otro clima, otra música, otra gente y ese otro sonaba prometedor y hacia allá íbamos ilusionados, tratando de dejar atrás los días amargos, porque, idealistas, pensamos que podrían ser reemplazados por otros días más felices. Duro el camino. Muchos se desalentaban, los niños lloraban y a otros el cansancio amenazaba con vencerlos.

Dejamos la patria que construimos y cuyo himno cantamos desde chicos, pero no importa, dicen que la mejor patria es el mundo y que formamos una unidad de naciones y que la solidaridad nos une por encima de todas las cosas. Pero siempre lo llevaré dentro. Mi maestra de música me enseñó a cantarlo y nos hizo aprender todos los himnos en idiomas incomprensibles. A mí me gustaba la Marsellesa que decía Allons enfants de la Patrie Le jour de gloire est arrivé.

Sonaba bien. Después de varios días de atravesar poblados, bajo el sol ardiente y a veces bajo una copiosa y abundante lluvia, cruzamos la frontera a través de un paso alejado de los guardias y esperamos la oscuridad de la noche. En el camino muchos nos miraban con curiosidad y otros con extrañeza. Éramos un centenar de diversas edades. Algunos aplaudían, otros nos ofrecían frutas, agua y alimentos.

Caminamos agotados hasta llegar a un pueblo grande que parecía muy habitado. Desde que llegamos empezaron a mirarnos con hostilidad. El grupo iba creciendo y nos cortaron el paso. Nos sentimos rodeados, alrededor se iba formando un círculo que nos cercaba. — ¡Váyanse no los queremos aquí! ¡Fuera, vuelvan a su patria! Empezaron a gritar. Desconcertados nos miramos. Abrazamos a nuestros niños, mientras la hostilidad crecía y la multitud furiosa nos rodeaba, gritando improperios. 

Los miré con miedo y atención. Curiosamente se parecían a nosotros. Vestían casi como nosotros. Muchos con los zapatos y ropas viejas. Hablaban nuestro idioma, con otro acento. Aterrados, sin comprender, salimos huyendo hacia donde su furia no nos alcanzara. Buscamos la protección de la montaña más próxima. Veíamos, de lejos, cómo la policía iba cerrando las calles para no dejarnos entrar. Improvisamos un campamento y empezamos a considerar qué podíamos hacer, qué rumbo tomar.

¿Regresamos? Pero, cómo, decía una señora, abrazada a su esposo. — Dejamos a todos atrás, vendimos todo, nos despedimos. Les dimos esperanzas a los nuestros. Pero, ahora no podemos movernos hacia ningún lado, se lamentaba otro.

— Seguimos, dijo un señor enojado y con voz estentórea. ¿Ir a otro pueblo? ¿Y si la escena se repite? Ya deben haber pasado la voz. Aquí no pasó nada, pero más adelante puede ser peor.

¿Qué hacemos? Clamaba la mayoría. Así, en esa disyuntiva, pasaban los días y nuestros alimentos se acababan. No podíamos poner a nuestra gente en peligro. Habíamos cruzado la frontera, pero nos encontramos con la otra frontera, esa que estaba oculta, pero que estaba allí dentro y que ahora enseñaba su rostro. El rostro del odio. El rostro del miedo.

—Pero nos dijeron que ellos eran amables, comprensivos, murmuraban algunos, en voz baja.

—Tienen miedo, nos contestó un viejo que nos acompañaba, silencioso y taciturno.

—Cuidado, lo que tienen es miedo.

-¿Miedo a qué? No pensamos hacerles daño.

—Miedo al desplazamiento. No hay mucho trabajo. Ellos también sobreviven. Piensan que los vamos a desplazar de sus trabajos, que le quitamos sus recursos y que ocuparemos su espacio. Eso se llama miedo.

—Eso es maldad, murmuró uno.

El viejo replicó: —no muchacho es miedo.

Pero nuestra intención no es desplazar. Desplazar, me quedé pensando. Sacarlos de su lugar para ponernos nosotros. No, no somos así, somos gente buena, solidaria, cariñosa. No, esa no era nuestra intención.

Consternados discutíamos entre nosotros esos temas que no se nos habían ocurrido. Que no habíamos previsto. El asunto es que estábamos varados en un lugar desconocido. Sin rumbo, temerosos de salir, de aventurarnos de nuevo. La angustia empezó a invadirnos.

Una mañana, una enorme sombra nos cubrió. Un monumental avión pasaba por encima del improvisado campamento que habíamos construido junto a un cerro rodeado de árboles. Sus grandes alas ocultaron el sol. 

En un ala del avión se observaba claramente la bandera de mi país. Hacia dónde irá, nos preguntábamos viéndolo perderse entre las nubes. Cercano al mediodía escuchamos el ruido de varios autos, unos de policía y otro con funcionarios uniformados y otros vestidos elegantemente. No entendíamos lo que sucedía. Nos miramos y consultamos en voz baja. Eran nuestros, paisanos, hablaban nuestro lenguaje.

—Sabemos lo que pasa. No tienen a dónde ir. Venimos a ayudarlos.

—Sí. Vengan a vivir a la patria, nos decía una sonriente y hermosa azafata. Señalando con su índice las banderitas que ostentaba su uniforme. Nos miramos. No teníamos salida. ¿Y las represalias? musitó uno.

-Para nada, dijo el funcionario a coro con la azafata. Nos miramos y silenciosamente y con resignación acordamos que teníamos que volver. Total no íbamos a ningún lugar extraño y mi hija podría recuperar a su perrito Bobby que había llorado durante el camino. Y aquí estoy en este avión, de regreso. 

Tratando de unir las dos alegrías que ocultaron la tristeza que llevo dentro y que me cuesta contarla. Salir y volver. Regreso. La azafata dijo “vuelvan a su patria que está esperándolos” y aquí estamos de vuelta. “Vengan a vivir a la patria”, repetía una y otra vez. En este avión de regreso me pregunto en dónde está la patria. Pero quién me entiende: contento al irme, contento al regresar. Y recordé a mi maestra de canto que nos hacía repetir, una y otra vez:

Allons enfant de la patrié. Le jour de glorié es arrivé. Vengan, hijos de la patria. ¡El día de la gloria ha llegado!

Periodista y escritora
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