• 08/12/2008 01:00

Cuando supe que me quería

Hoy corren las memorias. Demostraciones de calor y sentimiento. Nos ocurre a la mayoría. Hasta al más áspero de los corazones palpitante...

Hoy corren las memorias. Demostraciones de calor y sentimiento. Nos ocurre a la mayoría. Hasta al más áspero de los corazones palpitantes le es difícil escapar de las remembranzas.

En algún momento de la vida, por un acto impredecible, nos golpea la realidad: nos quieren de la manera más posible e infinita: Madre.

Todos conocemos de las noticias o reportajes sobre aquellas “mamás” que, con un sentido desatinado de amor y sin consideraciones, han arremetido violentamente contra maestros y profesores que, por algún motivo legítimamente explicable, han tenido que disciplinar a sus acudidos.

Las cosas no son como antes. Un educador no se atreve a llamarle la atención a un estudiante sin tomar en cuenta las posibles consecuencias violentas y las amenazas a su integridad física.

Estas demostraciones de “amor y solidaridad” a cualquier precio, de estas madres a sus hijos, independientemente de las razones y las faltas de estos últimos, han ido mermando lentamente el tejido social; enajenando el sentido de responsabilidad de esta generación.

Eso en las capas más humildes. En las capas sociales adineradas, ante la falta social, los envían fuera del país.

Recientemente algunos contemporáneos, con los ojos húmedos y la voz entrecortada, hacían memoria sobre el momento preciso en que se percataron de que sus madres los querían. Eran tiempos en que la disciplina y la sanción oportuna de ellas, era motivo de rechazo y rebeldía.

La poca tolerancia al abandono y el irrespeto juvenil servía insistentemente como fuerza de orden, método ordenador y firme que inculcaba un sentido constante y creciente de disciplina y responsabilidad. Tan constante e intenso que muchos llegamos a pensar — muchas veces — que nuestras progenitoras no nos querían.

Absortos rememoraban. Una quizás fue de las más afortunadas, supo que su madre la quería a los siete años cuando, desesperada, salió a socorrerla a la esquina de la calle cuando pensó que había sufrido un accidente automovilístico.

Otra entendió el amor de su madre a los 16 años cuando intentó suicidarse ante las presiones emotivas producto de las dificultades académicas. Su madre lloró descontrolada al borde de su cama. Otro confesó no entender a su madre, sino hasta los treinta años cuando tuvo sus propios hijos.

A los 19 años, en un acto público y sin la compañía de mis hermanos, vi el amor en los ojos de mi madre, parada en medio de una multitud desconocida. Un amor privativo, no colectivo. Cuando nuestros ojos se encontraron, me transmitió la fuerza de su cariño y de su ternura. Ese amor comprometido y esencial, inconmovible y desde siempre. Incluso en esas ocasiones de mi juventud salvaje y rebelde en que le tocó disciplinarme.

En este noble reconocimiento hacia ellas, todos coincidimos en que, igual hoy, ante los reclamos de algún maestro o adulto, el amor de madres solo les hubiera permitido reprendernos.

Ante las faltas sociales, nos llevarían de la mano para enfrentar las consecuencias. Difícil decisión, pero esas han sido las muestras de amor más significativas que nos legaron.

El amor comprometido con traernos a este momento para servir de ejemplo a nuestros hijos.

Así supimos que nos querían.

-El autor es comunicador social.ernestoholder@gmail.com

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