• 26/03/2014 01:00

Codicia y corrupción

¿Es codicia o vocación de servir al pueblo lo que motiva a quienes aspiran a puestos de elección popular?

El problema de la corrupción no abandona el escenario nacional porque no se agota; al contrario, lo encontramos a cada vuelta del camino. Encuesta tras encuesta lo sitúan entre los cinco principales problemas que nos aquejan, pero parecemos indiferentes ante quienes entran limpios al gobierno y salen millonarios, porque ‘todos roban y los bobos no van al cielo’. No es extraño escuchar aquello de que si en este gobierno pueden haber robado, al menos ahí están sus obras. Alarmante consuelo.

La codicia, madre de la corrupción, es parte de la condición humana. No en balde es uno de los siete pecados capitales aborrecidos por la moral cristiana, porque el codicioso no respetará ninguna limitación para obtener lo que ambiciona, especialmente riquezas y bienes materiales. Como su objetivo justifica los medios que emplee, no reparará en traicionar o perjudicar a quien trate de impedírselo, o en utilizar a quien pudiera facilitárselo. Descaradamente, sin remordimientos ni cargos de conciencia.

Evidentemente, el pecado de la codicia no es exclusivamente nuestro. Presidentes de países centroamericanos han sido esposados, juzgados y condenados por recibir coimas; miembros del gabinete del actual gobierno brasileño han sido destituidos por corruptos; muchos banqueros, inclusive del Instituto para las Obras de Religión, conocido como Banco Vaticano, se han visto involucrados en escándalos de lavado de dineros. En fin, fuera de nuestras fronteras la lista es interminable.

En nuestro país parece ser un vicio endémico. Se ha reseñado mucho sobre percepciones de episodios ocurridos en los últimos años, pero el gobierno no ha tratado realmente de esclarecer nada a la opinión pública. Los escándalos iniciales del FIS y la posterior renuncia inexplicada del director, el intento frustrado del célebre florista y de la playa de Juan Hombrón, ciertas visas indebidamente aprobadas, contrataciones de obras sin licitación ni control previo ni inspección durante la construcción, adendas otorgadas generosamente para subsanar incumplimientos de contratos públicos, libertinaje y derroche de fondos públicos, etcétera, etcétera. Dentro de nuestras fronteras también la lista es interminable: opacidad en lugar de transparencia.

Decepcionante es que en las últimas campañas electorales se prometió una lucha frontal contra la corrupción. Inclusive se crearon organismos para prevenirla o para perseguirla, como la famosísima oficina del Zar o Zarina contra la corrupción en el Órgano Ejecutivo y el correspondiente despacho anticorrupción del Ministerio Público. Solo la ‘pobre’ defensora del Pueblo, que malgastó unos cuantos miles de balboas, fue enjuiciada por una Asamblea que no fiscaliza a nadie —sobre todo cuando se trata de derroches de miles de millones— que se ensañó en ver la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio. Viga que hemos visto crecer desmesuradamente en regalos y fiestas navideñas, en neveras y jamones, en exorbitante propaganda política de quienes ahora aspiran a seguir luciendo, por cinco años más, el certificado de Honorables Padres de la Patria (¿boba?).

¿Es posible erradicar esa codicia del alma humana? Difícilmente, pero no imposible. Las leyes pueden ayudar, pero no lo son todo porque, si solo de ellas se tratara, les está prohibido a los diputados ejercer actividades empresariales o profesionales, excepto la docencia. ¿Se cumple al pie de la letra?

¿Con qué sarcasmo nos niegan que haya un conflicto de intereses en las actividades de funcionarios electos por votación popular cuando su existencia resulta evidente? Si fue electo y tiene empresas que desean negociar con el Estado, ¿no existe conflicto por esa sola circunstancia?

¿Es codicia o vocación de servir al pueblo lo que motiva a quienes aspiran a puestos de elección popular? Me lastima la respuesta por lo que veo hoy.

EXDIPUTADA

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