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Hace algunos días escuché en los medios de comunicación una propuesta de ley sobre la pena de prisión perpetua, conocida como cadena perpetua. Su aplicación, según entiendo, será para crímenes atroces, como el ocurrido recientemente en la Ciudad de Pocrí de Aguadulce. La idea, en lo medular, es que, al extremar la sanción, debe disminuir la incidencia de estos gravísimos hechos. La cadena perpetua, deduzco, se convertirá en una especie de farallón que hará pensar y repensar al presunto homicida, al momento de iniciar su tránsito por el inter criminis. Los que se atrevan a delinquir con tal violencia, debe suponerse, no han de repetir esa reprochable conducta, pues purgaran hasta su muerte la condena. La viabilidad de la propuesta, se ha conocido, no encuentra impedimento en nuestra legislación, ni en los tratados o convenios internacionales de los que es parte el Estado.
El proyecto de ley debe ser debatido a fondo, por cuanto se trata, junto con la pena de muerte, de uno de los temas más álgidos del universo penal, máximo cuando su discusión se debe realizar en una sociedad donde, por un lado, la iglesia católica y las toldas evangélicas son las instituciones con mayor credibilidad y donde, por el otro lado, más del ochenta por ciento de la población no cree en la Administración de Justicia. En un escenario complejo, donde más se espera de la fe divina que de la ley terrenal, proponer prisión de por vida es, por decir lo menos, una sugerencia muy seria y nada fácil de digerir.
Se debe partir en un punto harto probado: la pena, sea cual sea, mundana o celestial, no desanima al presunto delincuente. La conducta criminal no se inhibe ante las dudosas amenazas del calor asfixiante de las celdas, ni de las inciertas hogueras eternas del infierno. En el año 1991, por ejemplo (proporciones guardadas), hubo, según las estadísticas, 294 homicidios dolosos y, pese a que la pena aumentó significativamente, en el 2023 hubo 556 y, a septiembre de este año, ya se anda por los 438, de los cuales el ochenta y nueve por ciento fueron con arma de fuego. Es obvio que los cincuenta años de prisión, máxima sanción que hoy establece la ley, en nada ha contribuido a minimizar el crimen. La realidad nacional y lo que se sabe de otros sistemas penales donde, inclusive, se aplica la pena de muerte, obligan a sostener que la severidad de la pena, no sugestiona al criminal. Pero, si el presunto criminal no se auto controla con el aumento ni con la clase de pena, aún menos se detiene si es consciente que esa pena debe pasar por el tamiz de una nada apolínea Administración de Justicia, ante la cual la duda en la certeza del castigo deja de ser una simple percepción para transmutarse en una penosa realidad. Así, para el que delinque, la existencia o no de la impunidad o de la condena, en un entorno con valores sociales trastocados como el nuestro, es poco más que intrascendente.
De ahí que aplicar sanciones severas a un hecho atroz consumado, no creo que sea la vía idónea para minimizar el problema. Pensar que es un mecanismo persuasivo, carece de toda base empírica. La prisión perpetua no es siquiera un paliativo y menos el remedio para esta creciente enfermedad social. La receta correcta radica no en la represión sino en la prevención y la única fórmula para prevenir es la educación. Mientras que la sociedad le siga dando la espalda a la educación, continuarán aumentando los hechos de violencia atroz, aunque mañana –hundidos en un creciente torbellino de sangre- se decida dar el paso al abismo, modificando la Constitución Nacional para incorporar la pena de muerte en nuestra legislación penal.
Hemos sido, padres, maestros y gobiernos, todos, sin excepción, hemos sido cómplices del desastre educativo nacional. Por años nos dejamos llevar por la propaganda destructiva que borró del mapa los valores éticos, morales y cívicos y, sin recato alguno, abrimos las puertas a la vulgaridad y ésta vino acompañada de su hermana, la violencia. Se inculcó al niño el irrespeto a los padres y los padres aceptamos dócilmente ese irrespeto. Se inculcó al estudiante el irrespeto al maestro y el maestro quebró su cerviz y guardó silencio. Se enterró nuestra historia en la misma caja en la que se sepultaron los valores cívicos y los gobiernos –entretenidos en otros afanes- enmudecieron ante los alevosos ataques a su autoridad. Así, como si fuese moneda de curso legal, aceptamos con mudez la degradación social y sin alarma admitimos el imperio de lo soez. Entonces, se empoderó la violencia en nuestros hogares y en nuestra sociedad, se erigió en diosa de lo mundano y ningún trabajo le costó desterrar al Ser Social para transformarnos en el Ser Violento que hoy somos: autores y artífices, verdugos y víctimas y, este escenario repugnante, de excesos, de inmoralidad descontrolada y primitiva, de podredumbre y corrupción que nos agobia y asquea y espanta, ahora, con una candidez que ruboriza, se pretende desmantelar mediante una ley que, antes que resolver, viene a complicar. Qué ilusos!
Si con marcada urgencia no regresamos a nuestras raíces históricas, a una educación que tenga un “ideal educativo”, a una educación integral y disciplinada y ejemplarizante, basada en el más estricto y absoluto respeto a los valores y principios éticos, morales y cívicos, se replicaran, pero con más saña, las conductas atroces que se aspiran evitar, mediante la promulgación de una ley anodina, por ineficaz e intrascendente.