• 14/06/2025 00:00

La historia escrita con sangre: cuando el derecho desafía al poder

Cuando los gobiernos pierden conexión con su pueblo, otros poderes llenan el vacío

En la historia universal, no existe derecho que haya sido reconocido sin antes transitar por los caminos del conflicto, el sacrificio e incluso la contraposición con el poder establecido. El reconocimiento de las libertades no ha sido una concesión espontánea de los gobiernos ni un obsequio benevolente del sistema: ha sido, en esencia, una conquista social impulsada por generaciones que pagaron el precio en cárcel, sangre o marginación.

Desde la abolición de la esclavitud, la instauración del voto universal, los derechos laborales, civiles y de igualdad, hasta las garantías digitales del siglo XXI, cada derecho reconocido en el orden jurídico contemporáneo ha pasado por un proceso doloroso de oposición, lucha social y, muchas veces, contradicción de derechos ya existentes. No es apología del delito recordarlo: es un hecho histórico y jurídico innegable.

Incluso desde una perspectiva espiritual, esta afirmación encuentra asidero: hasta Dios mismo, en su infinito plan de redención, no eximió del sufrimiento a su hijo para abrir el camino de la salvación. Jesús, el Cristo, no fue recibido con aplausos ni coronado por la estructura de poder de su tiempo. Fue perseguido, acusado falsamente, torturado y crucificado. Su lucha no fue armada, pero sí profundamente subversiva contra el orden hipócrita, religioso y político que oprimía al pueblo. En Mateo 10:34, Él mismo advierte: “No penséis que he venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada”, expresando que su mensaje confrontaría estructuras y dividiría sistemas establecidos. La cruz no fue un accidente del camino: fue el precio del derecho a la reconciliación entre Dios y la humanidad.

Los movimientos sufragistas fueron tildados de subversivos; las huelgas obreras, reprimidas con fuerza desproporcionada; las luchas por derechos civiles e independencia, criminalizadas. Todos estos eventos fueron estigmatizados en su momento, pero hoy forman parte de los cimientos de las democracias modernas.

Es indispensable hacer una distinción clara y responsable: reconocer que los derechos han sido producto de luchas intensas no equivale a justificar la violencia como método actual o deseable. La vía del diálogo, la justicia institucional y la acción ciudadana informada deben prevalecer. Sin embargo, pretender que los derechos se consolidan exclusivamente mediante el consenso pacífico es ignorar la dialéctica histórica de los procesos sociales.

La contradicción entre derechos —por ejemplo, entre el derecho a la protesta y el derecho al libre tránsito— no es un error del sistema, sino una manifestación del dinamismo de las sociedades. El rol del Estado de derecho es precisamente gestionar esas tensiones sin criminalizar la disidencia ni convertir el orden en una camisa de fuerza contra la evolución social.

El derecho nace, se transforma y se afirma en la contradicción. Quien pretenda defender los derechos humanos sin aceptar esa premisa, cae en una visión ingenua o conveniente que despoja al derecho de su componente histórico de resistencia.

No se trata de glorificar el conflicto, sino de comprender su rol en la construcción de sociedades más justas. Ni siquiera el cielo evitó el sufrimiento para alumbrar la libertad. Los derechos no nacen del silencio ni de la pasividad; nacen del reclamo, del desacuerdo y de la firme decisión de quienes, aun sabiendo que se enfrentarían a la represión, se atrevieron a exigir lo que el orden imperante les negaba. Recordar eso no es justificar la violencia, es evitar que los derechos ya conquistados se desvanezcan en la comodidad del olvido.

El Estado con sistema democrático pierde su naturaleza y razón de ser cuando cierra los canales que permiten la protesta legítima y sofoca los mecanismos que construyen el diálogo social. La república deja de ser república cuando sustituye la escucha por la represión y convierte al ciudadano en sospechoso por disentir. La soberbia estatal —esa actitud que desprecia la crítica y se embriaga de poder— no lleva a buen puerto; es, de hecho, el primer síntoma de decadencia institucional. La historia lo ha demostrado, y la Biblia lo confirma: el Imperio Babilónico, bajo el reinado de Nabucodonosor, fue advertido por Dios por su arrogancia y su desprecio al clamor de los pueblos. En el capítulo 4 del libro de Daniel, se narra cómo el rey, al atribuirse toda la gloria de su poder sin reconocer la soberanía divina ni la justicia hacia los humildes, fue humillado y reducido a la condición de bestia durante siete años. Esta caída no fue solo espiritual, sino también política: Babilonia terminó siendo dominada por los medos y persas, precisamente por no escuchar. La soberbia del poder cierra oídos, endurece el corazón y termina debilitando los cimientos del gobierno.

En ese espejo profético podrían verse reflejadas hoy nuestras autoridades. Tal vez, y solo tal vez, la reciente presión internacional y la invasión diplomática —estratégica que se percibe en los pronunciamientos de Estados Unidos —quien pareciera ahora dictar condiciones sobre justicia, comercio y territorio panameño— sea el castigo preliminar por una gestión política que, lejos de dialogar, reprime. Cuando los gobiernos pierden conexión con su pueblo, otros poderes —más grandes, más lejanos, y casi siempre con intereses propios— llenan el vacío. La soberbia interna da paso a la intervención externa. Y así como Babilonia cayó por no escuchar, también los gobiernos democráticos modernos corren el riesgo de ser disciplinados no solo por el juicio de la historia, sino por las consecuencias geopolíticas de su desconexión con la realidad popular.

*El autor es abogado y politólogo
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