Según el economista en jefe de la FAO, Máximo Torrero, la región ha reducido la prevalencia del hambre, con casos destacados como Brasil, República Dominicana...
En Panamá la Evaluación de Impacto Ambiental se ha convertido en una ceremonia repetida, un requisito administrativo que en apariencia protege la naturaleza, pero que en la práctica termina avalando la degradación de los ecosistemas. El país lleva más de dos décadas aplicando la Ley General de Ambiente, pero sus resultados no son los mejores. Su espíritu se ha diluido entre intereses políticos, económicos, consultorías y autoridades complacientes. Los EIA nacieron para garantizar que el desarrollo no destruyera los recursos naturales y la calidad de vida de la gente, pero hoy apenas sirven para justificar decisiones ya tomadas.
El caso del proyecto portuario de Puerto Barranco (nombre ficticio), en el litoral del Golfo Suroccidental, ilustra este problema con nitidez. El estudio ambiental, de más de tres mil páginas, contiene todos los capítulos formales que exige la ley. Sin embargo, al examinarlo con rigor técnico, se revela un documento saturado de retórica, diagnósticos inconexos y afirmaciones sin respaldo metodológico. Las tablas no explican los parámetros que usan, los impactos se califican sin indicadores verificables y los riesgos aparecen enumerados sin análisis de probabilidad. En la superficie cumple con los requisitos, pero en el fondo no demuestra conocimiento científico ni gestión ambiental responsable.
Este desorden estructural no es una excepción. Refleja un modelo extendido de producción de EIA donde lo esencial se sustituye por apariencias. Se describen ríos, manglares, suelos y paisajes con frases grandilocuentes, pero se omiten los datos que permitirían evaluar impactos reales. La hidrodinámica de un estuario a ser afectado, por ejemplo, se reduce a un párrafo; la biodiversidad se resume en listados de especies comunes. En lugar de ciencia se ofrece literatura, y en lugar de precaución, complicidad. Es la simulación de un proceso técnico que ha terminado sirviendo de escudo a quienes comprometen la calidad ambiental del país.
Cuando el aparato estatal ambiental acepta estudios así, el problema deja de ser técnico y pasa a ser institucional. Los EIA se aprueban por rutina, no por convicción. Las comisiones de revisión se enfocan en el cumplimiento formal, no en la validez científica de los datos. La fiscalización posterior casi nunca ocurre, y cuando lo hace, llega tarde. El resultado es una cadena de permisos que legitima la ocupación de manglares, la urbanización con olor a ghetto, la contaminación de las aguas, la alteración de cauces y la pérdida de biodiversidad, mientras el país se sigue describiendo a sí mismo como líder en sostenibilidad. Un país con mucho verde, pero no de ecología.
El proyecto de Puerto Barranco es paradigmático porque afecta un sistema estuarino protegido, con espectaculares manglares reconocidos por su biodiversidad y servicios ecosistémicos diversificados. El estudio reconoce que gran parte del canal de acceso propuesto atraviesa el área protegida, pero intenta minimizarlo con frases confabuladoras sobre la ‘capacidad de disipación hidráulica’ o la ‘resiliencia natural del entorno’. Esta manera de escribir busca convertir un problema ambiental en una ventaja técnica. Se invierte el sentido de la precaución, donde la vulnerabilidad del ecosistema se usa como argumento para intervenirlo, bajo la promesa de que su robustez lo salvará. Es una lógica perversa que contradice el principio de sostenibilidad.
No se trata de un caso aislado, sino de un síntoma. En muchos proyectos la evaluación ambiental se ha convertido en una herramienta para validar inversiones no sostenibles. Se contratan consultorías que repiten párrafos de estudios anteriores, se insertan docenas de citas bibliográficas sin haber sido usadas realmente y se confunde diagnóstico con justificación. Los EIA, que deberían ser instrumentos de conocimiento y planificación, se reducen a manuales de aprobación. Así se construye una falsa imagen de control ambiental que sirve para tranquilizar conciencias y firmar contratos, pero no para proteger el patrimonio natural y el ambiente como un todo.
El país necesita con urgencia revisar su sistema de evaluación ambiental y devolverle su sentido original. Los EIA no pueden seguir siendo un trámite ni una oportunidad de negocio para vender indulgencias técnicas. Deben convertirse en procesos transparentes, auditables, con participación pública real y metodologías verificables. Cada línea base debe basarse en datos robustos, cada impacto debe medirse con indicadores concretos y cada plan de manejo debe tener responsables y plazos definidos. La ciencia no puede sustituirse con retórica ni la legalidad con apariencia.
Mientras no asumamos la responsabilidad de corregir este modelo, seguiremos confundiendo desarrollo con licencia para destruir todo con excusas espurias. La verdadera sostenibilidad no se decreta ni se redacta, se demuestra en la coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos. Si seguimos mirando hacia otro lado cuando los estudios fallan, estaremos cavando la tumba de la sostenibilidad con nuestras propias manos.
¡Que las próximas generaciones no nos recuerden como generaciones irresponsables, corruptas o ignorantes!