• 29/05/2017 02:01

¿Qué me dijiste?

La discapacidad auditiva afecta el trabajo, la vida familiar, las relaciones sociales, el estudio.

La Organización Mundial de la Salud estima que el 5 % de la población mundial sufre de sordera. Yo estoy en ese grupo. No sé cuántos años llevaba perdiendo capacidad auditiva, pero deben haber sido muchos; mi madre me contaba que desde pequeña mis dolores de oído eran su tormento. Y el mío. Recuerdo con claridad la primera vez que alguien me llamó ‘sorda'. Fue cuando, con cariño, me dijo aquel jefe tan querido, ‘Ven acá, sorda', que empecé a prestar atención para constatar si ya había entrado en esa categoría. Como este no es un escrito científico sino el relato de mis experiencias con hipoacusia, no entraré en detalles sobre las múltiples causas que afectan la audición. Si al terminar de leer este artículo se da cuenta de que tiene dificultad para oír (que no es lo mismo que escuchar), le recomiendo visitar al especialista. La discapacidad auditiva afecta el trabajo, la vida familiar, las relaciones sociales, el estudio.

No fue fácil aceptar que, en efecto, con frecuencia pedía que me repitieran algo; que no era, como creía, que las personas no hablaban con claridad ni con voz suficientemente alta. Cuando acepté mi condición, me propuse no permitir que me hiciera sentir disminuida; no salí corriendo a encerrarme en casa sino en busca de ayuda médica para ver qué podía hacerse, si es que algo se podía hacer. En la primera visita el doctor me explicó por qué siempre tenía los oídos ‘llenos de grillos'; fue necesaria la timpanoplastia en el oído derecho, pero ambos oídos estaban afectados. Después de la cirugía empecé a usar un audífono; el primero de entre los varios que he usado, era una pesadilla; interfería con mi vanidad y corte de cabello, siempre muy corto, orejas despejadas; si reía (lo que hago con frecuencia), estornudaba o masticaba, el dichoso aparato empezaba a pitar y la gente a mi alrededor empezaba a buscar el origen del pitido; con disimulo me lo quitaba y volvía a las voces apagadas. ¡Un verdadero tormento!

Si bien las evaluaciones del fonoaudiólogo indican que estoy en el rango de sordera moderada, la condición era incómoda y con frecuencia embarazosa. Me refiero a mis dificultades auditivas en pasado, gracias a que, con los avances tecnológicos, los audífonos se han perfeccionado y, en mi caso, sin alcanzar la perfección de oídos sanos, me permiten interactuar sin estrés. A voluntad vuelvo al entorno silencioso cuando lo deseo; sin audífonos, qué alivio no oír las ruidosas motocicletas de repartidores de comidas a domicilio; o el televisor del vecino sordo (que ojalá lea este escrito); además, es receta perfecta para dormir sin ruidos perturbadores y para cuando los noticieros tienen la pésima idea de dar cobertura al ruidoso Chello Gálvez (también cierro los ojos para no verlo).

Una de las dificultades que impide a la generalidad de las personas entender lo que significa la pérdida de audición, ¡es que la sordera no se ve! En cambio, la falta de alguna extremidad salta a la vista; el invidente con el bastón blanco recibe nuestro apoyo; también el que va en silla de ruedas o con muletas. Estas condiciones no son motivo de burla cruel o bromas (no deberían serlo). Pero a los sordos nos hacen bromas y no faltan quienes hasta nos consideran tontos, lo que se podría explicar porque lo parecemos cuando no entendemos lo que nos dicen; o porque pareciera que estamos en Babia cuando miramos a nuestro interlocutor con la mirada ‘como en blanco', típica en los sordos. A Beethoven lo consideraban ‘distraído', cuando en realidad era que había empezado a perder audición. Es más fácil identificar al que es ‘sordo como una tapia'; no queda duda de su condición si se señala las orejas y hace el gesto de ‘no oigo nada', o si usa el lenguaje de señas.

Es común que con la edad los nervios auditivos pierdan capacidad; también la visión; la masa muscular decrece y la fortaleza física y la memoria disminuyen; algunos de estos cambios se aminoran o retardan con buena alimentación, ejercicio físico y gimnasia mental. Pero ninguna de estas prácticas mejora la pérdida de audición. ¿Qué hacer ante la sordera? Resignarse o buscar ayuda. Si no busca ayuda, significará renunciar a las tertulias, el teatro, viajar, ¡hasta al romance! La inseguridad es nuestra compañera. Los aeropuertos me causaban ansiedad; era imposible entender en los altavoces ‘El vuelo bbbbb de la línea mmmm shshsh en tttt minutos'; este predicamento me hacía buscar el asiento más cercano a la puerta de salida para asegurarme de no perder el vuelo. Renovar la licencia de conducir significaba noches de insomnio; las impersonales grabaciones telefónicas, una pesadilla.

Los afectados por sordera leve, moderada o severa que no recurren al uso de audífonos (no son económicos), o a la lectura de labios, tienden a aislarse para evitar el estrés que causa tratar de oír. Por esta razón, y lo digo por experiencia, cuando estamos en un grupo donde varias personas hablan a la vez, o en locales cerrados con resonancia, resulta agotador seguir el hilo de las conversaciones. Entonces hacemos ‘clic' y nos desconectamos; empezamos a ‘buscar algo en la cartera', a hacer ver que estamos interesados en algo que está pasando en otro grupo, o a revisar con interés el celular aunque no haya nuevos mensajes. Cualquier truco sirve para aliviar, aunque sea unos minutos, la frustración de tantas voces confundidas que no logramos entender. Para ahorrarnos malos ratos caemos en el aislamiento que nos priva de lo que antes disfrutábamos; la abstracción se convierte en hábito (que me persigue) porque es más cómoda.

Durante años dejé de asistir a obras de teatro; preguntar ‘¿qué dijo?' (alguno de los actores) me incomodaba y, sin duda, a las amistades con quienes compartía esta afición. Y reír cuando los demás reían (el disimulo) sin saber qué causaba las risas, me dejaba un sentimiento amargo. Por estas experiencias, lamento que la empresa de televisión que tengo contratada ya no pasa filmes y series con subtítulos; esto indica la poca importancia que se le da a los sordos, tal vez porque, como dije antes, la sordera no se ve; los sordos que disfrutan de la televisión (sobre todo adultos mayores) fueron ignorados al quitar ‘las letritas' y andan ahora ‘como arrieras sin pestañas', tratando de empatar con la imaginación lo que está sucediendo en la pantalla del televisor.

Considero mi triunfo personal haber aprendido a manejar mi vida social y mi trabajo sin limitaciones. No me incomoda advertir a veces ‘espérate, no sigas el cuento, el audífono está avisando que debo cambiar la batería'. Hoy uso dos audífonos cómodos y discretos, hi-tech , programados con computadora. Y me doy palmaditas de felicitación a mí misma ‘por no haberme dejado'; porque volví a apreciar la dulzura del violín y el trino de las aves. Y por ser capaz de reír contando divertidos episodios causados por mi sordera. ¿Cómo no reír cuando mi sobrina, después de contarle una anécdota sobre mi enredo al darle a una compañera de trabajo treinta y cinco centavos, no el ‘timbre de cinco centavos' que me pedía, se animó a decirme que una vez me preguntó si tenía grabadora y le contesté que la lavadora estaba dañada y que el técnico era un incumplido, etc.? ¿O con el cuento del viaje a la playa en el que los tres en el auto éramos sordos? ¡Y tantos más!

Resignarse a un mundo de silencio y aislamiento no es el camino a seguir. Aceptar y superar la sordera es gratificante en todo sentido. Vale la pena intentarlo. Beethoven escribió su magistral Novena Sinfonía cuando su sordera era total.

COMUNICADORA SOCIAL.

ESTE ARTÍCULO FUE PUBLICADO EN LA REVISTA PORTADA DE DICIEMBRE DE 2016.

Lo Nuevo
comments powered by Disqus