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- 04/09/2025 00:00
Reivindicar la Abogacía: un llamado urgente al gremio

La queja de los abogados contra los funcionarios del sistema de administración de justicia es constante y permanente. Entre ambos se ha forjado una tensión que, más que racional, parece emocional. Los años de experiencia transitados en los tribunales me ha permitido detectar que, en muchas ocasiones, el funcionariado parte de la presunción de que el proceder del abogado litigante está marcado por el “juega vivo” y el ardid; mientras que, en contrapartida, en ese rejuego, el litigante interpreta que el funcionario actúa con arbitrariedad, ignorancia o guiado por los intereses colusivos. El resultado es un océano de desconfianza y predisposición entre los actores que erosiona las bases de todo el sistema judicial.
Aunque se trata de un problema de parte y parte, la crítica pública suele dirigirse casi siempre hacia los funcionarios, quienes, por razones institucionales, carecen de la libertad de expresar públicamente las quejas que tienen sobre los abogados. Esto no significa que la responsabilidad recaiga únicamente en el funcionariado; más bien, en la dinámica de quejas y contraquejas, entre abogados y funcionarios, éste aparece inevitablemente como el eslabón más débil, por ser el más visible.
No obstante es obligatorio reconocer que la Abogacía también atraviesa una crisis de forma y de fondo. Hasta un ciego lo vería. La toga, símbolo de solemnidad y respeto, ha sido sustituida por el desaliño; la academia y la intelectualidad, por la improvisación y la bravuconada; la palabra decente, por el improperio; y el pensamiento crítico, por la inmediatez de ChatGPT. Esta degradación conduce, cuando menos, a la pérdida de calidad profesional de la Abogacía, a la informalización de su práctica y, en definitiva, al empobrecimiento del sistema de administración de justicia, pues la protección de los derechos de los ciudadanos —que debe ser el propósito de toda la actividad judicial— termina a la deriva en un mar de pasiones.
La Abogacía debe estar reservada a los intelectuales, a quienes cultiven el estudio riguroso, la reflexión y la disciplina académica. Ello exige estándares altos de acceso al ejercicio profesional y mecanismos de depuración que garanticen la seriedad de la profesión. El respeto profesional no viene con el título de abogado, como muchos piensan, ni surge por arte de magia, el respeto profesional se construye con acciones concretas, pero al mismo tiempo, se destruye con la misma facilidad cuando se descuidan los valores esenciales.
La recien adoptada Ley de la Abogacía en Panamá ha reabierto un debate urgente y postergado: ¿quién debe ejercer la abogacía y bajo qué condiciones? Con la promulgación de la Ley 350 de 2022, se elevó a rango legal la exigencia de un examen profesional como requisito indispensable para obtener la idoneidad profesional. Una medida que, aunque tardía, representa un paso necesario frente al fenómeno de masificación, deficiencia formativa y deterioro ético que ha golpeado al gremio en las últimas décadas. Sin embargo, la reciente intención del Legislativo de adicionar dos nuevas modalidades para obtener la idoneidad profesional —además del examen— plantea más preguntas que respuestas. ¿Es esto una respuesta a las bajas tasas de aprobación o un retroceso que podría debilitar el objetivo de control de calidad?
La historia de la abogacía en Panamá evidencia cómo el acceso sin filtros rigurosos ha derivado en una abrumadora cantidad de abogados habilitados —más de 30 mil hasta la fecha— sin que existan mecanismos proporcionales de supervisión, formación continua ni rendición de cuentas. Tal como lo advertía Piero Calamandrei en la Italia del siglo pasado, el exceso de abogados frente a las necesidades sociales sólo puede traducirse en desempleo, desprestigio y declive ético del oficio.
En los grandes hitos de la historia universal, la presencia del abogado ha sido determinante. Muchos de los más brillantes estadistas y pensadores que cambiaron el rumbo del mundo fueron abogados. Recordar esa tradición no es un ejercicio de nostalgia ni de arrogancia, sino una advertencia de que si no reivindicamos la Abogacía, perderemos no sólo el respeto de la sociedad, sino también la posibilidad de transformar la justicia.