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- 08/12/2025 00:00
Una correcta economía política para la fiscalidad en Panamá
En el debate sobre las finanzas públicas panameñas domina una premisa repetida por organismos internacionales como el FMI, el Banco Mundial, el BID, o la OCDE: Panamá tendría ‘baja recaudación’ y ‘presión fiscal insuficiente’. A partir de ahí, la receta es mecánica: subir impuestos, ampliar la base, eliminar exoneraciones o elevar el ITBMS. Este enfoque no es técnico ni neutro: responde a una determinada economía política que favorece Estados grandes, costosos e intrusivos, financiados con más carga tributaria y más controles sobre los contribuyentes.
Desde una perspectiva liberal, el diagnóstico es otro. El problema central de Panamá no es que el Estado cobre poco, sino que gasta mal, administra sin rigor y ha crecido por encima de lo que la economía y los contribuyentes pueden sostener. Se ha consolidado una maquinaria pública que consume una fracción creciente del ingreso nacional sin ofrecer bienes y servicios de calidad acordes, y que se resiste a cualquier reforma que reduzca sus privilegios.
Buena parte de esta distorsión se explica por la forma en que se ejerce el poder político. En la práctica, se ha desarrollado una suerte de “aristocracia política”, particularmente desde el foro legislativo, con sus “feudos presupuestarios”, su red de favores, nombramientos y proyectos simbólicos, más orientado a repartir recursos que a deliberar con rigor. Las excepciones existen, pero no alteran la lógica dominante: el presupuesto se usa para construir poder personal. Este esquema de incentivos impulsa el crecimiento inercial del gasto, la defensa de subsidios opacos y, luego, la exigencia de mayor recaudación para sostener un modelo de reparto permanente.
En paralelo, se ha instalado una corriente woke en sectores de la clase política, del empresariado y de la sociedad civil. Bajo un discurso de corrección política y una “justicia social” mal entendida, se impulsa un modelo que combina intervencionismo económico, expansión regulatoria y creciente desconfianza hacia la libre empresa y el capital. En la práctica, es una agenda importada que recorta libertades individuales, limita la iniciativa privada y debilita el capitalismo competitivo, mientras promete un Estado protector que no tiene ni capacidad de gestión, ni disciplina fiscal para cumplir lo que ofrece.
La obsesión por aumentar, año tras año, el presupuesto del Estado es expresión directa de esta economía política equivocada. El presupuesto deja de ser un instrumento racional de política pública, para ser un botín en disputa. Se inflan partidas para financiar agendas personalistas, programas de bajo impacto y estructuras de poder que aseguran lealtades, pero no productividad. La economía real, -el sector privado que produce, invierte y exporta-, queda subordinada a la lógica de la repartición presupuestaria.
A ello se suma la presión de ciertos actores, en el gobierno y en la sociedad civil, para importar esquemas tributarios y regulatorios, sobre todo de la Unión Europea, tomando como referencia países con Estados sobredimensionados, alto desempleo y niveles de endeudamiento preocupantes. Pretender que Panamá copie modelos diseñados para economías maduras y casi quebradas, es desconocer nuestra estructura: un país pequeño, abierto y de servicios, con muy poco margen para encarecer el capital y el trabajo sin perder competitividad.
La disyuntiva real del país no es entre subir impuestos o hacer recortes salvajes, como se suele caricaturizar el debate. Es entre, profundizar el actual modelo estatista y de reparto, sostenido por una presión fiscal creciente, o reorientar Panamá hacia un modelo pro capital, pro empresa y pro libertad económica, donde el Estado sea más liviano, más eficiente y menos capturado por intereses políticos de corto plazo.
Panamá tiene condiciones objetivas para consolidarse como una economía de servicios de alto valor agregado, articulada con una base industrial razonable y con independencia económica en sectores estratégicos como la energía. Para ello se requiere un entorno regulatorio y tributario que premie la inversión y la innovación: reglas laborales más flexibles, seguridad jurídica, estabilidad normativa y una presión fiscal competitiva a nivel internacional.
Desde esta óptica, elevar la carga tributaria para compensar ineficiencias del propio sector público es técnica y moralmente cuestionable. Significa castigar al contribuyente por vicios que no le pertenecen, mientras se mantienen intactas estructuras que drenan recursos sin transparencia ni resultados. Antes de exigir más, el Estado debe corregir su propia economía política: reducir el peso de las nóminas asociadas a favores, reorientar subsidios hacia mecanismos focalizados y transparentes, eliminar programas redundantes y priorizar inversión en educación, ciencia, tecnología e infraestructura realmente productivas.
Por todo ello, es necesario un llamado a la clase política, la dirigencia empresarial y al gobierno: Panamá debe definirse, sin ambigüedades, como un país pro capital y pro empresa, que entiende la libertad económica como condición para el progreso y no como un eslogan. Ello implica resistir las soluciones que presentan el aumento de la presión fiscal como panacea, y asumir que la sostenibilidad de las cuentas públicas pasa, primeramente, por reducir la captura del Estado por intereses de corto plazo y devolver protagonismo al sector privado productivo.
Si Panamá quiere preservar su competitividad, generar empleos de calidad y fortalecer su independencia económica, debe evitar una presión fiscal mal orientada y que quiere dominar el discurso. Más impuestos no nos harán un país más justo ni más próspero; solo consolidarán un Estado ineficiente y una sociedad más dependiente.