En Panamá, hablar de familia suele quedarse en los discursos. Políticos, instituciones y líderes comunitarios repiten hasta el cansancio que “la familia es el pilar de la sociedad”, pero a la hora de traducir esas palabras en políticas públicas reales, la brecha se hace evidente. El caso de la licencia de paternidad es un ejemplo claro: apenas tres días, una cifra que no resiste comparación con los estándares regionales. El anteproyecto presentado por un diputado independiente para ampliar la licencia de paternidad de tres a diez días hábiles no es un lujo, sino un derecho largamente postergado. La llegada de un hijo transforma por completo la vida de una familia. Pretender que la presencia del padre se reduzca a un trámite de tres días es desconocer las necesidades del recién nacido, de la madre en recuperación y del propio núcleo familiar. Hoy Panamá está rezagado frente a la región. Países como Paraguay, Venezuela y Colombia conceden 14 días; Ecuador y Perú otorgan 10, y Uruguay avanza hacia los 20. Quedarse en el furgón de cola no solo nos resta competitividad en términos de políticas laborales, sino que perpetúa la idea de que la crianza es tarea exclusiva de las madres, mientras los padres cumplen un rol secundario. La evidencia internacional es clara: la presencia activa del padre desde el nacimiento no solo fortalece el vínculo afectivo con sus hijos, sino que mejora los niveles de corresponsabilidad en el hogar y contribuye al desarrollo emocional de la niñez. Una sociedad más equitativa y justa requiere de padres y madres que compartan de manera real las responsabilidades de cuidado. La Asamblea Nacional tiene ahora la oportunidad de demostrar si realmente cree en la familia como base de la sociedad o si continuará reduciendo ese concepto a una consigna vacía. Una paternidad activa no es un privilegio; es un derecho humano, un paso hacia la equidad de género y una inversión en el futuro del país.

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