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- 24/08/2025 19:18
“Nam-myoho-renge-kyo” son las primeras palabras que pronuncia Cristóbal Chong al levantarse de un diminuto camarote con un colchón twin ¾. Eran las 4:30 de la madrugada de un día de julio y, en el dormitorio transitorio Mi Hogar, en el barrio de Santa Ana, un grupo de ciudadanos sin techo ni familia, con la esperanza gastada pero aún viva, se alistaba para salir a la calle y enfrentar, otra vez, una larga jornada sin agenda ni pendientes.
Chong, de 74 años, es una de las casi 50 personas que duermen en el recinto y entre sus primeras palabras que intercambia con La Estrella de Panamá traduce su frase que reza todos los días. “Devoción, ley mística, causa, efecto y sonido”. Eso es lo que significa aquel mantra de la religión y filosofía budista que predica todas las mañanas, noches y mientras pasa el día en las calles. No por trabajo, no por deseo, sino porque así le ha tocado. Porque la vida lo golpeó hasta dejarlo solo y sin un dólar en el bolsillo.
Chong se levanta antes que los demás, se ducha en silencio y prepara sus dos bolsos: en uno, libros y servilletas; en el otro, los utensilios que necesita para comer. Eso es todo su hogar y lo lleva colgado al hombro.
Al igual que él, los demás poco a poco se levantan y repiten su rutina. No siempre son los mismos. Ese día, el pasado 28 de julio, 42 personas ingresaron al dormitorio transitorio; al día siguiente, 38.
“Entran por diferentes causas: abandono familiar, adicción a las drogas o el alcohol, ludopatía, incluso personas que el dinero de la jubilación no les alcanza para vivir o que no llegaron a jubilarse nunca”, explicó Mickey Najarro, asistente operacional de Mi Hogar.
Otra razón muy común es la migración. De las 42 personas que ingresaron al dormitorio transitorio el 28 de julio, cuatro eran extranjeros. De las 38 que llegaron al día siguiente, eran cinco.
“La mayoría (de los extranjeros) son venezolanos, colombianos o cubanos”, dijo Najarro. A inicios de agosto, la Alcaldía de Panamá reportaba 783 personas inscritas en su programa ‘Habitantes de Calle’. En contraste, el gobierno central no maneja cifras oficiales sobre esta población, pues el Ministerio de Desarrollo Social sostiene que se trata de una competencia municipal.
Cristóbal Chong es uno de esos panameños que no le alcanza el subsidio que otorga el Gobierno central del programa 120 a los 65 que es pagado trimestralmente a personas mayores de 65 años y que no tienen una jubilación. Los $360 que recibe cada tres meses, a penas le alcanza para las necesidades básicas y atender sus padecimientos de salud: es asmático e hipertenso.
Aunque es reservado sobre su vida personal, su cuerpo dice mucho: un hombre bajo, de estatura apenas alcanzando el metro sesenta, con brazos y piernas delgadas, marcadas por la fragilidad de quien ha vivido más en la calle que en un hogar. Sus ojos hundidos y rodeados de ojeras profundas revelan noches de insomnio y días de incertidumbre.
Un abdomen abultado sobresale de su escuálido cuerpo, una hinchazón que el cuerpo adopta cuando la comida es escasa y pocas veces nutritiva. Es el reflejo de un organismo que sobrevive, no que se alimenta.
En su caminar hay estrategia de seguridad: va por el centro de las aceras, nunca por las esquinas. “Rodearte de gente hace que sea más difícil que te roben”, dice.
Fue profesor, actor, columnista de La Estrella de Panamá, funcionario, estudiante universitario. Se graduó cuatro veces. Escribió artículos sobre política internacional, actuó en teatro, televisión y cine. En su juventud protagonizó una telenovela. El arte fue su herencia paterna y la escritura, su refugio. Hoy, sin empleo fijo desde 2009 y sin jubilación, recorre la ciudad buscando un banco para leer o una biblioteca para recordar quién fue.
Vivir en la calle es una coreografía forzada entre la resistencia y el abandono. Es saber que no hay baño propio ni almuerzo asegurado, que el pan de las noches viene con suerte y que, si la comida del día es carne, se queda con hambre. No es por salud, ni moda. Es por convicción: “Todos tenemos derecho a la vida”, lanza en tono de voz baja. Por eso, cuando la comida del día es carne, se queda con hambre. En esos días come una fruta, pan, o nada. Camina lento y ahorra energía.
No tiene hijos. Nunca se casó. Se define como célibe y dice vivir en paz. “Tengo los bolsillos vacíos, pero la fe llena”, afirma con una sonrisa. A las 10:00 a.m., desde el WiFi de un McDonald’s, envía un “Buenos días” con una imagen a cada una de las personas que forman su lista de contactos. Es su manera de avisar que sigue vivo. Ese gesto silencioso es la única señal que reciben quienes todavía conservan algún lazo con él.
Desde el dormitorio, entre un pan, una taza de café y una cama numerada, intenta encontrar cada noche y cada día algo parecido a la paz. Pero a las cinco en punto de la madrugada, la luz se enciende, el día lo reclama y el techo se desvanece.
La ciudad de Panamá -la de los rascacielos, que alberga un centro bancario internacional y por donde diariamente transitan una treintena de barcos de un océano a otro- adquiere un rostro distinto y el barrio de Santa Ana corre una fresca brisa. A las 6:00 a.m., el portón se abre en Mi Hogar y el sol comienza a asomarse. Uno a uno, los “residentes” toman su rumbo.
Cristóbal, como cada día, camina con paso lento pero firme, como quien ha aprendido a resistir. Antes de salir, come algo brindado por Fundación Senderos, que administra el albergue. Y luego, con el estómago liviano y el alma dispuesta, se entrega a la calle.
Ahí, sin rumbo fijo, recorre los pavimentos, visita tiendas para conocer sobre las novedades de la semana o frecuenta la biblioteca. “Leo mucho sobre conflictos internacionales”, dice. Habla de pintura, de historia y de arte como si estuviera dando una clase magistral. En sus palabras vive aún el profesor, el articulista, el hombre culto que fue y sigue siendo.
¿Cómo o por qué terminó en esa condición? Es una pregunta que prefiere evadir y seguir caminando. Su mirada lo delata porque algunas heridas no necesitan ser narradas, solo aceptadas. Chong prefiere agradecer haber encontrado un refugio donde pasar la noche, el recinto transitorio Mi Hogar en Santa Ana.
El dormitorio inició operaciones en enero de 2023 y es administrado por la Fundación Senderos, que ya contaba con un comedor cercano, donde adultos mayores y personas sin techo acudían en busca de alimento. Al ver que muchos dormían en el parque de Santa Ana, su director, Jorge Pino, decidió crear un refugio donde al menos puedan pasar la noche bajo techo.
A las seis en punto de la tarde, el portón de Mi Hogar se vuelve a abrir lentamente, y al otro lado ya hay personas esperando, entre ellas Cristóbal. Algunas llegan con la esperanza intacta, otras con la mirada cansada, pero todas con la satisfacción de tener un rincón seguro donde pasar la noche. Forman una fila que, cada día, se repite como un pequeño acto de fe.
El celador los recibe con calma. Anota sus nombres, cédulas, edades, el número de cama que suelen ocupar. Pregunta si necesitan jabón, toalla, pijama o incluso un pañal. El jabón dura cuatro días. La ropa se lava si alguien no regresa. Todo está pensado para brindarles algo de estabilidad, aunque sea por unas horas. Algunos llegan cada noche, otros cada tres días. Algunos solo cuando ya no pueden más.
Después de registrar sus pertenencias, deben ir directo a ducharse. No es un requisito, es un acto de cuidado. Les esperan pijamas limpias, toallas, chancletas prestadas. Luego, pueden sentarse frente al televisor. A veces hay una película, otras veces un juego de béisbol o fútbol. No importa qué se vea, lo que importa es que pueden estar allí, bajo techo, sintiéndose parte de algo.
A las ocho, se sirve una merienda sencilla: galletas, emparedados, una taza de café caliente. Llega gracias a donaciones de empresas privadas, y aunque no abunda, nunca falta. A las nueve y cuarto se cierran las puertas. El que llegó, llegó. A las nueve y media, las luces se apagan. El albergue duerme.
El refugio tiene capacidad para 50 personas: 13 camarotes para los hombres, tres en un cuarto aparte para las mujeres. Dos escaleras conducen a una pequeña garita de vigilancia. Desde allí, un cuidador observa en silencio, atento a cualquier señal de conflicto o angustia. Las cámaras lo acompañan.
El personal, entrenado con paciencia, sabe detectar cuando alguien llega bajo los efectos del alcohol o las drogas. Si es así, no se le permite entrar. No como castigo, sino como protección. Si el comportamiento ocurre dentro, se suspende por una semana. “La idea no es excluir, sino cuidar”, explica Najarro.
Carlos Antillón, uno de los trabajadores del albergue, lo resume con sabiduría: “Hay reglas que todos deben seguir. No rechazamos a nadie que las respete, porque sabemos que muchos solo quieren un sitio donde descansar la cabeza”.
Cristóbal Chong las respeta todas. No se mete con nadie. Habla solo cuando lo invitan. Pero observa siempre. Con una mirada serena, casi mística, que revela todo lo que ha vivido.
Las personas sin hogar no siempre tienen historias de abandono. A veces, como Cristóbal, simplemente quedaron fuera del sistema. Trabajó diez años en el Ministerio de Educación. Antes fue gerente de los antiguos casinos nacionales y técnico en cooperación internacional. Pero, como él resume: “Para algunos, trabajar en el gobierno es pan para hoy y hambre para mañana”. Fue despedido tras un cambio de administración. Nunca volvió a conseguir empleo.
Administra cada centavo. Arregla su ropa con un sastre. Usa camisas con dos bolsillos, como le enseñó su madre. “Si tengo que vender periódicos, lo hago. Eso no me rebaja”.
A las 6:00 de la tarde vuelve al dormitorio. Se baña, guarda sus cosas, y se acuesta. Tiene su “biblioteca privada”: unos cuantos libros que relee cada noche. A las 9:30, se apagan las luces. “A las 5:00 a.m. vuelve a caminar y, como casi siempre, atraviesa la Peatonal hasta llegar a la plaza 5 de Mayo, donde se ubica la Asamblea Nacional, actualmente enfrascada en el debate del presupuesto estatal de $34,901 millones.
A pesar de todo, sueña. Sueña con volver a actuar. Con protagonizar una historia. No la suya. Otra. Una que no duela tanto. Una que le permita ponerse en los zapatos de alguien más, así sea por cinco minutos.
Antes de dormir, repite su mantra tres veces. Cree en el karma. En la causa y efecto. En que todo, incluso la adversidad, puede transformarse. Y aunque el país no lo sepa, Cristóbal Chong —ese hombre de rostro tranquilo y voz pausada que camina cada día entre los transeúntes— sigue esperando. No por limosna. Por dignidad. Por una oportunidad. Por un nuevo amanecer.