Una semana antes de ese día trágico, como lo fue el 20 de diciembre de 1989, el capitán Julián Lorenzo, un seudónimo de momento, al llegar a su residencia después de la dura faena de preparación miliar, tomó entre sus brazos a su hijo más pequeño. Los otros dos hijos, de nueve y doce años, lo rodearon –como otras veces, como muestra de cariño infantil, que es aquel que nos llena de emociones. La escena de afecto familiar se había repetido muchas veces. La faena militar, en los últimos meses, le había impedido estar con ellos, como lo haría un padre ajeno a la disciplina de los cuerpos castrenses. El retiro de casa era, ahora, frecuente debido al recrudecimiento del conflicto con la mayor potencia del mundo. La invasión de Estados Unidos era lo más probable.
Esa noche, del 14 de diciembre, estuvo sentado por largo rato, contemplando a sus pequeños, sin decir palabras. Su compañera, consciente de la gravedad del momento, se unió al grupo y, sin que se diera cuenta Julián, estaba llorando. Luego, ocultando su desaliento, ordenó a los niños ir a la cama. Ellos refunfuñaron; aunque se marcharon, uno tras otro, no sin antes de un beso como era costumbre, salvo que ahora, sin saberlo, sería el último. El más pequeño, en su retirada, miró fijamente a su padre con ojos tiernos de despedida; alzó también su manito en forma de saludo como si le dijera: “adiós papá, regresa pronto para estar contigo”. Pero ese regreso no llegaría jamás por las balas invasoras que sembraron el dolor.
Esa noche fue distinta a tantas otras. El ambiente denotaba tristeza, una rara sensación. Aún así, tenía que cumplir con la tarea con sus compañeros de armas. Había que seguir reglas ante la posibilidad, no deseada, pero que se veía venir, de un enfrentamiento armado con la mayor potencia militar del mundo. Era el temor de un padre, ante el futuro incierto de su familia. El miedo se apoderaba de Julián, y de tantos otros que —aun con sus principios—, le mortificaba imaginar en orfandad a sus niños, a su esposa. El temor tenía, aquí, un profundo sentido de solidaridad humana, de conciencia plena de la vida, de sentimiento de familia que, como siempre, estará por encima de cualquier guerra. Guerras que jamás serán justas, y mucho menos sus causas.
Después de repetir “cierra bien las puertas”, “no salgan a la calle salvo para lo necesario”, “recen por mí, yo haré lo mismo”, extendió sus brazos y dio el más profundo de los abrazos de su vida matrimonial. Fue como una despedida acompañada de la cruel sensación de “no regreso”. Al llegar a la puerta, con semblante decaído, alzó la mano –como había hecho su pequeño— en señal de despedida. Y su mirada, fue tan igual de profunda, que penetró el corazón de la mujer. Fue un adiós para no volver. En los disparos y bombazos del agresor, cayeron muchos cuerpos carbonizados, descuartizados. En fosas comunes fueron enterrados muchísimos cuerpos irreconocibles. En una de ella, es posible que esté Julián Lorenzo. Él, y tantos como él. Son los que abandonaron el mundo terrenal por una supuesta “causa justa” llamada invasión. Los hijos, de todas las edades, esposas, familias enteras, son las víctimas vivientes de aquel genocidio que segó vidas humanas y sembró dolor. La víctima fue Panamá entero.
Docente universitario
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