• 31/10/2023 00:00

La democracia viva

Quien pretenda que las reglas de coexistencia se establecen en una competencia de medición de fuerza física, simplemente no está interesado en la salud de la democracia

Uno de los grandes y manifiestos déficits sociales de nuestra historia, saber vivir en democracia, sigue haciendo estragos en la estructura vigente de convivencia. La principal víctima de esta deficiencia es el país. Todavía la recuperación por el durísimo golpe de la pandemia no ha llegado a su plenitud, cuando le propinamos otro aspérrimo golpe al corazón de nuestra dinámica socio-económica. Y esta vez el golpe proviene de una guerra fratricida. La vida social es esencialmente dinámica, no es un ser sino un devenir en perpetuo movimiento, y se realiza en medio de condiciones en gran parte variables. A la democracia le pertenece la misma característica: una lápida no es su final; todo lo contrario, su naturaleza es evolucionar; es como la materia que no muere, sino que se transforma; de un lugar a otro, de una cultura a otra.

Pero aspirar a esta categoría sin ansiar el justo equilibrio entre políticas públicas y el bienestar social y económico de todos, es una cruel utopía. Sudar para que, garantizando un mínimo grado de éxito, podamos alcanzar ese equilibrio, es una responsabilidad colectiva. No es solamente un esfuerzo gubernamental. Ganar y perder, tanto en nuestra vida privada como en cuestiones públicas, no está determinado por parámetros inmutables. La vida es una eterna negociación. Quien pretenda que las reglas de coexistencia se establecen en una competencia de medición de fuerza física, simplemente no está interesado en la salud de la democracia. El caos y la anarquía son sus metas inmediatas para facilitar el advenimiento de episodios que, de buenas y civilizadas maneras, jamás conseguirían. Episodios oscuros y dolorosos. En ocasiones no coinciden estos propósitos, pero utilizando iguales herramientas, sin saber cuándo parar, le abren “las puertas a estos demonios”, porque ellos sí están resueltos en sus fines y bien organizados para lograrlos.

No dejemos que consignas como “el pueblo está en las calles” nos mareen, porque por más nutrida que sea una marcha, el grueso del pueblo sigue en sus lugares de trabajo, en sus hogares, en el metro, pasando calor en los buses, llevando a sus dolidos parientes al hospital, soñando con acudir a entretenerse a un parque, a la playa, labrando la tierra, cuidando el ganado, sobreviviendo en la montaña o en la selva y matándose por encontrar una buena escuela para sus hijos. ¡Ahí está el pueblo! Cuando la actividad económica se detiene en virtud de los cierres de calles y no por acciones tomadas al interior de los sectores productivos, estamos frente a un espejismo real. Nadie ganará; a lo mejor esos “demonios” que no saben pescar en aguas mansas, sólo en río revuelto. Desde un punto de vista jurídico, la condición de “manifestante pacífico” se pierde cuando quemar llantas, contenedores de basura y vehículos, así como destruir propiedad, pública y privada, se convierte en la vía apropiada para debilitar la democracia cobijándose en el clamor popular.

Una vida en democracia demanda mucha tolerancia; absoluto convencimiento del predominio del diálogo por sobre cualquier forma de confrontación; y prioridad total de la diversidad de ideas para arribar a acuerdos que impulsen el emprendimiento humano, en vez de imponer doctrinas que anulan la iniciativa individual creando verdaderos “zombis” sociales. ¡En Panamá vivimos hoy el momento perfecto para demostrar quién tiene en su epidermis la democracia viva!

Abogado y embajador en Chile
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