Algunos se enceguecen con las mieles del poder. Ejemplos abundan. Especialmente cuando la prioridad de los gobernantes es mantener a toda costa aquello dejado atrás por el tren de la historia o defenestrar a como dé lugar lo conquistado por sus adversarios. Los procesos de derivas autoritarias suelen durar años dependiendo de las condiciones sociopolíticas del país de que se trate. Pero el resultado final siempre es el mismo: la deposición indigna, vergonzosa y justa al tacho pútrido del lado equivocado de la historia. Sacar a jugadores del campo, lo que ellos llaman “solucionar” un problema, constituye realmente una ilusión que logra tapar por un tiempo las causas del embarazo, pero el resultado del proceso de gestación es conocido e inevitable. Sus protagonistas interpretan que mostrar los dientes es lo mismo que marchar con “paso firme”; que ejercer autoridad es sinónimo de bombas lacrimógenas; que la mejor defensa del Estado de derecho son los antimotines; que evolución equivale a “no pensar más allá de lo que dice el jefe”; y que, para convencer, primero intimidar.

Su palabra no es fiable. A lo que ayer derramaban alabanzas hoy les causa urticaria. Son muy buenos aplicando “justicia” para unos e impunidad para otros. Con ese comportamiento están sembrando las semillas de su propia destrucción. Lo peor, o lo mejor de acuerdo con la postura política de cada cual, es que llegan a un punto en el que no escucharán a nadie y se impondrá su diálogo de sordos consigo mismo. Estos flamantes galanes adoran los cambios constitucionales para colorear el país a su gusto, vendiendo la idea de que en la “ley fundamental” se esconde la llave del portón. Para ellos el nacionalismo es calentar el aire para que los globos aerostáticos de la empresa privada puedan fumigar todo el territorio del país con su “divina” receta para crecer. Los dirigentes que nadan en estas aguas generalmente son duros con sus compatriotas, pero ante los vientos que soplan de afuera prefieren ser condescendientes, blandos, benignos, mansos u obedientes. En vez de ganarse el respeto y admiración del pueblo por su sabiduría, tolerancia y capacidad de negociación, optan por disuadirlo en virtud del poderío del aparato represivo del Estado, de amenazas, de judicializar la protesta popular y de un lenguaje gesticular temerario, desafiante y seudocuartelario.

La apariencia de éxito se consolida aún más mientras del otro lado de la acera, en la oposición, el tambor batiente repique al son del “qué hay pa’ mi” con dirigentes que abandonaron los principios reemplazándolos por los intereses particulares o por cabecillas políticos que, mareados por sueños de opio o sacudidos por movimientos telúricos circunstanciales, promueven la división de las fuerzas opositoras con posibilidades reales de ocupar un sitial determinante en el corazón del pueblo.

En democracia la esperanza de la población es que el presidente sea mucho más que otro sargento; es fácil hacer uso de la fuerza del Estado para poner “orden”; difícil es ser creativo; imperativo democrático. Ningún dirigente que se haya inclinado por el temor como política, ha terminado bien. El pueblo que hoy lo aplaude, mañana lo expulsará a escupitajos. Más si lo sembrado es odio, división, miedo y amenazas. Olvidar lo malo no se debe; lo bueno se recuerda con cariño.

*El autor es abogado y exembajador en Chile
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