• 07/01/2024 00:00

El valor de ser un buen vecino

Vivir en un vecindario era, en otros tiempos, la certeza de un rostro amigable y una conversación amena. Ahora hasta caminar en la acera equivocada se convierte en una amenaza innecesaria y un pleito de ordenamiento territorial. Muchos dueños de viviendas suelen olvidar que, por ejemplo, al dejar sus amplios portones abiertos a orilla de calle, entorpecen el libre tránsito de peatones, coches, personas con limitaciones motoras, entre otros. Ser dueños de casas les concede un sentido de autoridad sobre las aceras, por encima del derecho a la seguridad de los transeúntes.

En todo vecindario, cualquiera puede enumerar sus indecencias: esa familia cuyos miembros se increpan mutuamente y media calle se entera, la vecina que tiene una selva de ramales en plena acera, los automóviles ajenos que estorban en la entrada de otra residencia, las fiestas ruidosas a cualquier hora y día, la mala disposición de la basura, los dueños de perros que jamás caminan con ellos y el inocente animal pasa horas ladrando alterado, la esquina pública del ocio en la que muchachos desempleados se juntan a beber, mientras una de sus resignadas madres les patrocina el vicio. Pero no olvidemos que también encontramos gente considerada, de modales ejemplares y desprendida con el prójimo.

Mientras tanto, los edificios muestran otra dinámica. Se suele ver a residentes entrar y salir, apresurados para evitar a otros. No existen más los tableros de volantes y las actividades de comunidad son escasas. La interacción se mudó al móvil y no todo es ganancia; los grupos de chat crean otro tipo de dinámicas: sin normas ni moderación, cada persona es libre de decir lo que sea, cuando quiera, a un número de destinatarios que no lo ha solicitado o no tiene que ver con el mensaje. Reaccionamos a las palabras y muchas veces nos hacemos una idea sesgada de los demás, por culpa de las vicisitudes propias de la comunicación asincrónica e impersonal.

Tanto los vecindarios como los edificios son lugares de vivienda: en ellos habitan personas que simplemente desean vivir sus vidas, sin perturbar a otros de manera premeditada, ni perjudicar el descanso ajeno, solos o compartiendo el espacio con seres queridos, conviviendo mientras estudian o aprendiendo a ser independientes, criando hijos, cuidando ancianos, llevando una vida en pareja o intentando tenerla, llorando a sus muertos o extrañando a sus familias en otras tierras. Por más impertinencias o faltas a reglamentos de convivencia, no es común que un vecino desee importunar o perjudicar activamente a los demás. Esto último suele ser una consecuencia del desconocimiento, de costumbres de su vida previa o de la falta de confianza y comunicación.

Al ser parte de un vecindario o propiedad horizontal, tenemos mucho que ganar si recordamos que todos en algún momento podemos ser útiles a los demás y que en tiempos de necesidad, nadie más valioso que un buen vecino. Es comprensible la tensión generada por la imposición de convivir con otras personas que, a diferencia de nuestros lugares de trabajo, nos toca verlas gratis y en nuestro espacio personal. Precisamente por eso hay un valor agregado en ejercitar la comprensión, cordialidad y respeto hacia los vecinos. En una sociedad a merced de la delincuencia común, la incertidumbre económica y las revueltas sociales, cultivemos un sentido de hogar entre nuestros vecinos y hagamos un ejercicio de confianza: ser cordial hasta con el que nos ignora, ofrecer de buena gana nuestra ayuda si es necesaria y pensar siempre en cómo nuestras acciones diarias benefician o perjudican al resto.

La autora es docente
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