Los capturados fueron ubicados en la comarca Ngäbe-Buglé, las provincias de Veraguas, Los Santos y Panamá
- 13/12/2025 00:00
‘La resurrección imposible: cómo el PRD entierra su empatía electoral’
El Partido Revolucionario Democrático no eligió una nueva dirigencia: firmó el acta de defunción política que ya flotaba en el ambiente desde su derrota histórica. La escena parecía un velorio mal disimulado: rostros endurecidos, discursos reciclados y un hedor a poder rancio que impregnaba cada rincón del acto partidario. Lo que se presentó como “renovación” no es más que la última fase de una crónica de muerte anunciada, donde las figuras que deberían haber dado paso a una transición digna se aferran al cadáver como si aún respirara.
La elección de Balbina Herrera como secretaria general confirma el giro funerario del partido. Más que un triunfo, parece la reaparición de un espíritu antiguo que regresa no para salvar, sino para recordarles a todos lo que fueron... y lo que ya no pueden volver a ser. Su proclamación llegó con un mensaje que suena a advertencia más que a promesa: “No vamos a ser partido bisagra ni segundón”. Palabras que en otro tiempo hubieran encendido esperanza; hoy retumban como un eco vacío en un salón sin pulso, donde la militancia observa en silencio la lenta descomposición de su propia casa.
La nueva cúpula intenta colar a jóvenes dirigentes cuyo único mérito es la obediencia servil, la docilidad sin pensamiento y la capacidad de repetir sin cuestionar la voluntad del caudillo de turno. Son piezas intercambiables de un engranaje oxidado, herederos de un partido que ha dejado de producir liderazgos y solo multiplica adheridos sin criterio. En un ambiente cargado de simbolismos mortuorios, la dirigencia parece más interesada en prolongar la vigilia que en resucitar la doctrina.
Herrera, en su discurso, prometió una reestructuración que nadie cree, una reorganización que nadie ve y un “nuevo rumbo” que huele a moho, como si se desempolvara un antiguo manual que ya no aplica a un país que exige renovación real. Pero lo más revelador fue su espaldarazo a las figuras procesadas judicialmente dentro del partido. Pidió “debido proceso” como si se tratara de mártires perseguidos, cuando en realidad son símbolos vivientes de la descomposición ética que llevó al PRD al borde del colapso. Ese gesto no fue de solidaridad; fue de advertencia. Fue el mensaje implícito de que el partido seguirá protegiendo a los suyos, aunque eso implique hundirse juntos. Como si la profecía apocalíptica estuviera escrita en las paredes: “lo poco que queda, que muera unido”.
Lo que ocurrió no es sorpresa; es continuidad. No es triunfo; es deterioro. No es renovación; es confirmación de que la metástasis interna ya no es reversible. La militancia que alguna vez sostuvo movilización, doctrina, lucha popular y visión de Estado, hoy se reduce a una maquinaria que sobrevive por inercia, por nostalgia o por temor a asumir que están en el capítulo final de su historia. Cada nueva elección interna se siente como un episodio repetido de una novela que ya se sabe cómo termina, pero que nadie se atreve a cerrar.
Y, aun así, la narrativa oficial insiste en hablar de “reinvención”. No entienden que no se puede reinventar lo que no reconoce su propia decadencia. No entienden que los discursos no resucitan cadáveres. No entienden que el país ya no los escucha.
¿Será esta nueva dirigencia capaz de realizar el milagro de la resurrección de la empatía electoral fenecida? La pregunta cae como un golpe seco en medio del silencio político que rodea al PRD, porque no se trata solo de reorganizar estructuras ni de repetir discursos sobre “unidad”; se trata de reconstruir una emoción que murió: la conexión con el votante, el respeto ciudadano, la credibilidad básica. Y, sin embargo, todo indica que el partido insiste en caminar hacia el futuro con los pies amarrados al pasado. ¿Cómo resucitar una empatía que se extinguió cuando el país castigó al PRD con la pérdida de más del 80% de su respaldo presidencial y la desintegración de su bancada legislativa? ¿Cómo devolverle la vida a una marca política que hoy provoca rechazo, sospecha y cansancio? La nueva dirigencia no muestra signos de entender la magnitud del derrumbe. Hablan de resurrección, pero continúan excavando en el mismo cementerio donde yace su legitimidad. Sostienen que “no serán partido bisagra ni segundón”, mientras reparten los cargos internos como reliquias entre figuras históricas, caudillos desgastados y nuevos operadores cuya única virtud es la obediencia ciega. Con ese elenco, el milagro se vuelve una metáfora imposible: no se revive lo que se niega a cambiar. Porque la empatía electoral no regresa con discursos; regresa con credibilidad, y la credibilidad no nace de un aparato que cobija procesados, premia lealtades serviles y recicla liderazgos que el país ya superó. El PRD perdió la empatía del votante cuando se convirtió en una maquinaria desconectada de la gente, incapaz de interpretar las señales de agotamiento que el país le enviaba. La nueva cúpula, lejos de romper esa inercia, parece empeñada en extenderla. Por eso la pregunta no es retórica: ¿puede un partido rehacer el vínculo emocional con un país que ya le dio la espalda? Sí, podría. Pero no con las mismas fórmulas, no con los mismos rostros, no con el mismo aroma mortuorio de una organización que se niega a aceptar su propio certificado de defunción. Y, si la dirigencia insiste en este camino, la respuesta será tan cruda como inevitable: no habrá resurrección posible para una empatía electoral que ellos mismos enterraron.