• 15/12/2019 00:00

Llamemos las cosas por su nombre

“[...] un impuesto de 1 % por onza de bebida azucarada reduce el consumo en 10 %, con lo cual se reducirían las tasas de diabetes y los niveles de obesidad [...]”

Hay muchos países que han adoptado impuestos a las bebidas azucaradas. Panamá se sumó a la lista hace un mes. La idea es que estos impuestos reduzcan el consumo de estos productos dañinos y proporcionen una fuente de financiamiento para luchar contra la proliferación de enfermedades crónicas y educar al público acerca de los hábitos saludable de vida. Las experiencias en ciudades que ya aplican tasas impositivas a las sodas, como Filadelfia, San Francisco, Oakland, Boulder y Berkeley son muy positivas.

Es por eso que los fabricantes de sodas gastan millonarias sumas para oponerse a estas medidas fiscales. Alegan que los impuestos perjudican a los más pobres y aumentan el precio de sus compras. Y en cada una de estas campañas de adoctrinamiento vemos que son las embotelladoras las que financian para evitar estos impuestos.

El vínculo entre las bebidas azucaradas y las enfermedades no transmisibles es mayor que cualquier otro alimento. Las harinas y las grasas saturadas también son un problema, pero casi la mitad de los azúcares agregados a los alimentos procede de bebidas endulzadas con azúcar. Lo que dicen sus fabricantes es que, a diferencia del tabaco y el alcohol, que están sujetos al pago de impuestos, estos son alimentos que no podemos dejar de comer.

La realidad es que las bebidas azucaradas no son necesarias para nuestra supervivencia. De hecho, está demostrado que un impuesto de 1 % por onza de bebida azucarada reduce el consumo en 10 %, con lo cual se reducirían las tasas de diabetes y los niveles de obesidad, y ayudaría a los niños y jóvenes a concentrarse mejor en la escuela.

Además existen muchos otros beneficios económicos como consecuencias de un impuesto de esta naturaleza. Se mejoraría la seguridad laboral y aumentaría la competitividad nacional. La falta de salud en nuestro país es la principal amenaza y es un elemento significativo del gasto público. Tenemos una dieta malsana donde el 70 % de las calorías proviene de alimentos ultraprocesados, llenos de preservantes y aditivos. Pagamos un alto precio en costos externos y costos escondidos. Si aplicáramos todas las externalidades de una lata de soda, probablemente debería costar $20 para poder pagar todos sus costos involucrados en nuestra economía: la afectación del entorno, la forma en que cultivamos el maíz, el efecto sobre el cambio climático, el daño a la salud debido al jarabe de maíz de alta fructosa, el efecto en nuestro sistema sanitario, etc. Son costos que nadie está pagando directamente en la caja registradora, sin embargo, todos lo estamos pagando indirectamente en el Presupuesto General del Estado.

Las consecuencias económicas de nuestro sistema de alimentación son enormes. Una de cada dos personas sufre de una enfermedad crónica, uno de cada siete dólares en Panamá se utiliza para pagar gastos de salud, y dos de cada tres dólares del presupuesto del Ministerio de Salud se destinan para tratamientos de enfermedades prevenibles con una mejor dieta o mejores estilos de vida. A este ritmo, no habrá recursos para carreteras, educación, seguridad, etc.

Otro problema del sistema de alimentación actual es que ensancha aún más la brecha social. No sé si la gente se ha dado cuenta o no, pero los niños que tienen sobrepeso y comen productos chatarra, no rinden en la escuela primaria, se gradúan menos en escuela secundaria, no van a la universidad y terminan con menos ingresos. De acuerdo al estudio del Dr. Charles Bash, en la Universidad de Columbia, la brecha en educación de los obesos es tan significativa que existe una enorme cantidad de profesiones en las cuales no hay cabida para los gordos. Solo miremos la cantidad enorme de policías, bomberos y funcionarios en Panamá que tienen problemas de peso y carecen de destrezas para desarrollar su trabajo responsablemente.

Estos son temas que afectan la vida de muchas personas de manera profunda. Y lo peor es que, como sociedad, nos estamos acostumbrando. Ya parece normal que las empresas fabricantes de sodas gasten millones de dólares en el financiamiento de estudios que restan importancia al vínculo entre comida dañina y obesidad. Igualmente, ya se les permite a estas empresas esconderse detrás de gremios y no revelar las fuentes de financiación a campañas de promoción y venta de alimentos de mala calidad. Tienen no solo la osadía de desacreditar la ciencia, sino que hacen promesas para autorregularse y presionan a los Gobiernos con la excusa de que se perderán miles de plazas de trabajo. De verdad son unos cínicos. Es lo mínimo que llamaríamos al que fabrica cigarrillos bajos en nicotina y dice que son productos más saludables.

Empresario, consultor en nutrición y asesor de salud pública.
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