• 03/06/2014 02:00

Hacia la luz

Durante mis años como estudiante en la Universidad de Panamá, cada día, al llegar al campus me emocionaba 

Durante mis años como estudiante en la Universidad de Panamá, cada día, al llegar al campus me emocionaba leer esas palabras en el monumento de la entrada: ‘Hacia la luz’. Esa frase se ha quedado conmigo; es la misma luz que describe el mito de la caverna de Platón, la que considero orienta nuestra obligación como profesores: mostrar el camino que aleja al hombre de la oscuridad, que lo libera del yugo de la mansedumbre y le permite encontrar su lugar en el mundo.

Para algunos egresados de bachillerato, la palabra ‘universidad’ es el verdadero yugo. Son muchos los que abandonan la posibilidad de seguir una carrera que les permita aprovechar su potencial y se matriculan con expectativas limitadas y propósitos vanos: porque creen que un diploma les dará ingreso seguro, por miedo a tomar un camino incierto o por seguir a sus amigos. Los culpables de este desperdicio de aptitudes somos todos los participantes del sistema educativo. Los profesores nos sentimos estrellas de un escenario. El primer tropezón en una serie de desaciertos que caracterizan gran parte de la educación en Panamá. Educamos para formar piezas de un engranaje, no para crear individuos funcionales que utilicen sus aptitudes para rendir al máximo y explotar lo que Ken Robinson llama ‘el elemento’. En las universidades, extendemos el error de las escuelas con imposiciones, desde qué texto debe consultarse hasta el tipo de letra que una monografía debe tener. Seguimos tratando al estudiante universitario como un adolescente sin capacidad de elección ni raciocinio. Sembramos conformismo, escolasticismo y miedo al error, para luego pretender cosechar profesionales competentes que hagan la diferencia y contribuyan con innovación y creatividad al progreso de la sociedad.

Trabajamos como grabadoras, declamando lo que está al alcance de un clic, en lugar de guiar al estudiantado sobre qué hacer con tantos datos. Nos encaramamos en un pedestal donde exigimos respeto por nuestros prefijos y vestimenta, en lugar de ganárnoslo por nuestra conducta. Obligamos al estudiante a leer y actualizarse, pero a veces ni nosotros lo hacemos; insultamos su desdén por nuestra verborrea y escondemos nuestra fobia al cambio, al insistir en que toda pantalla táctil es nuestra enemiga. Pretendemos que el estudiante enfrente cada nueva información y la asimile sin reparos, pero nos negamos a aplicar las herramientas gratuitas que mejoran la calidad de nuestra misión formativa .

El mundo cambió frente a nuestros ojos. Los que estuvieron pendientes, con interés en subirse al tren de la innovación, actualizarse y mejorar sus estrategias didácticas saben que el tiempo de recitar información textual, dar la espalda al grupo y malgastar la versatilidad de un programa de diapositivas para llenarlas de texto e imágenes copiadas de Internet ya pasó. Estas generaciones necesitan una preparación cónsona con su realidad, donde seamos el faro que les guíe en un mar de información inagotable, para discernir lo útil de lo banal. Donde apliquemos nuestra experiencia para ayudarlos a ser la mejor versión de sí mismos. Donde Google no nos pueda reemplazar.

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