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Hoy día están de moda las dietas ligeras o sin azúcar; por eso mucha gente recurre a los llamados edulcorantes: dan sabor dulce, pero sin aportar calorías. Los usan quienes cuidan el peso, quienes deben evitar el azúcar por problemas de salud, o simplemente quienes siguen la moda.
Los edulcorantes no calóricos imitan el sabor dulce, aunque en realidad no sean azúcar. Algunos son naturales, otros artificiales; se encuentran en refrescos, postres y hasta en lo añadido al café cada mañana. Nos venden la idea de que son “dulces sin ser azúcar”, casi inocuos, pero la verdad es que según la evidencia, la Organización Mundial de la Salud aconseja evitar el uso de edulcorantes sin azúcar como medio, para controlar el peso o reducir el riesgo de enfermedades no transmisibles. Y si soy sincera, no parecen tan inofensivos como quisiéramos creer.
Comparándolo con la vida misma, me pregunto: ¿qué tan auténtico es el mundo que nos rodea? ¿Qué tanto de lo que aprendimos es real y qué tanto está cubierto con capas de edulcorante o aparente? Vivimos tiempos en los que ser sinceros parece un lujo y ser transparente, un riesgo.
En esa delgada línea recordé una experiencia no tan dulce. Renunciar a un trabajo nunca es agradable y según cómo se den los hechos, puede resultar incómodo. Al menos para mí lo fue. Cuando entregué mi carta de renuncia, puse en ella exactamente lo que sentía: sin adornos, con honestidad y respeto. Sin embargo, no fue aceptada. Me dijeron que debía suavizarla y mandarla a gerencia, no a recursos humanos.
Con mis palabras quería reflejar que renunciaba en contra de mi voluntad, porque el entorno laboral se había vuelto insostenible y porque algunas acciones de la empresa violaron principios básicos de respeto, valoración del cargo ocupado por mérito y legalidad profesional. Esa era la verdadera razón de mi decisión. Al ver la negativa y sentir el silencio administrativo, sumado al cansancio de nadar contra la corriente, ya no quedaba más que hacer en ese lugar.
Cuando me reuní con recursos humanos, note sus ojos saltones ante las últimas líneas donde escribí: “elevaré mis acciones, para defender mis derechos”. En ese instante entendí sus rostros... y confieso que lo disfruté. Sonreí, tomé el papel, borré lo que podía incomodar y regresé con la nueva versión diciendo a modo de broma: “fue modificada añadiendo dos sobres de edulcorante”. Quien recibió la carta sonrió largo tiempo, entendiendo la broma, pero ahí estaba la verdad: estaba obligada a endulzar lo que realmente quería decir, lo que merecían saber.
Ese gesto, casi irónico, me hizo pensar: ¿cuántas veces endulzamos lo que queremos decir sólo para que sea aceptable? ¿Y cuántas veces dejamos de ser nosotros mismos por miedo, por guardar apariencias o simplemente para evitar problemas?.
En el trabajo y en la vida diaria, a veces se confunde respeto con sumisión. Respetar debería ser el escuchar, incluir, considerar, construir, pero muchas veces termina siendo el asentir, callar y disfrazar verdades incómodas. Y no ocurre únicamente en oficinas; pasa también en las relaciones, en familias y en los grandes escenarios. Ejecutivos, autoridades, líderes mundiales, políticos... casi todos aprenden a endulzar su discurso. Y nosotros, como sociedad lo aceptamos, quizás por costumbre.
La verdadera valentía, creo, no está en gritar lo que pensamos, sino en decirlo con respeto, dignidad y sin disfraces. La línea es fina: expresar lo que sentimos puede abrir puertas... o cerrarlas para siempre. Ser valientes no es hablar sin filtro, sino hacerlo con autenticidad, incluso cuando hay que suavizar el tono. Sólo así vivimos más cerca de quienes somos de verdad y no de lo que otros esperan.
Al final, los edulcorantes, como palabras suaves, tienen su función: endulzar, no herir. Pero no deberían convertirse en máscaras permanentes. Decir lo que uno siente no debe significar que se deja de cuidar al otro, pero tampoco debe hacernos renunciar quienes somos realmente.
Y ahí está la metáfora: como aquellos sobres de edulcorante junto a mi carta de renuncia, a veces endulzamos nuestras emociones, decisiones, para que resulten aceptables; y lo hacemos tanto que terminamos perdiendo nuestra esencia. La pregunta final es inevitable y se las dejo abierta: ¿callar para encajar es respeto o es simplemente, renunciar a nosotros mismos?